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Apuntes sobre teoría política desde una perspectiva comunista


Imagen generada por la IA Dall-e-2.





     I.                    Nicolás Maquiavelo

La condición despreciable de la politiquería burguesa, propia de la democracia liberal, que asombra hasta el día de hoy a las sociedades al punto de ganarse su desprecio, logró captar la atención de Nicolás Maquiavelo quien sostenía que esta cualidad es, en realidad, indivisible del quehacer político en cualquiera de sus formas de la institución estatal.

La hipocresía, la mentira, la manipulación demagoga de los pueblos, la corrupción moral e inclusive la económica no son objetos de juicio válido para adjudicarle a un político de institución. Es decir, el juicio sobre un funcionario político, desde una perspectiva maquiavélica, no debe ser moral, al menos en el sentido tradicional en el que entendemos la moral, ligada propiamente a las valoraciones religiosas, por ejemplo, la moralidad cristiana; en todo caso, podríamos hablar, partiendo de dicha perspectiva, implicando una especie de nueva categoría moral, la moral estatal. Si se acepta el término, la moral estatal es la que, inevitablemente, posee un funcionario político, como un presidente o una presidenta, y a partir de esta es que debe ser juzgado moralmente para concluir si fue o no apto para el cargo de Estado.

Cabe aclarar que las cualidades negativas recientemente mencionadas son irrelevantes para el maquiavelismo en tanto no afecten el «buen» funcionamiento de la maquinaria estatal, es decir, su sentido de «bien» en su moral estatal, de modo que no afecte la efectividad del Estado en sus funciones de gobernanza: orden económico y paz social, básicamente, de lo contrario, pasaría a ser este un «mal» político en su categoría de moral estatal, ya que conduciría al Estado a la crisis política, social y/o económica.

Las buenas formas son, por tanto, también irrelevantes para defender y enriquecer al Estado, incluso para brindarle honor, gloria y prestigio. Esto hoy día podemos traducirlo por pragmatismo. Condición propia de la politiquería burguesa que obra en busca de un equilibrio de gobernanza a través de su practicidad entre las partes en pugna de una sociedad, diversos sectores o, en definitiva, las clases sociales por antonomasia: la burguesía y el proletariado.

Efectividad mata amabilidad, diría una máxima maquiavélica. A partir de este punto, si se acepta, se pasaría a abandonar el estado de irritabilidad contra el funcionariado político a abrazar el efectismo del mismo, omitiendo las malas formas. Esto, a nuestro juicio, puede sobrealienar a las masas. Es decir, si despojados de esta perspectiva cuya familiaridad con el pesimismo político parece evidente, un pueblo no abandona su irritabilidad contra sus representantes y aun así los legitima constantemente mediante el teatro de las elecciones (la farsa de la democracia liberal), aceptando esta perspectiva se linda el pesimismo político que les obligaría a admitir la condición moralmente nefasta de sus representantes, pero omitirla en favor de un juicio a parte, el juicio de la moral de estado. Esta sobrealienación daría pie a justificar aberraciones propias de la política interna, como represiones al pueblo y demás actos injustos que, en nombre del efectismo pragmático, tendrían legitimidad social. A partir de esta moral política de un modelo político específico, yacería en latencia la potencialidad de un modelo todavía más específico: el totalitarismo.

Dejando de lado nuestra perspectiva sobre la condición totalitaria del sistema capitalista, y tomando por un momento la concepción hegemónica de la misma, bajo el maquiavelismo hoy en día los mismos políticos liberales que gobiernan y se beneficiarían de la misma postura deberían aplicarla para sus adversarios de la geopolítica, por ejemplo, admitir la moral de estado aceptable en Irán, la RPDC, la República Bolivariana de Venezuela, etc. El régimen de EE.UU., por nombrar la potencia que es capital no sólo del capitalismo internacional sino también de la hegemonía cultural globalizada [consumismo], adquiere una condición de submaquiavelismo, al abrazar la hipocresía política, ya que condena Estados opositores con argumentos humanistas, pero no hace lo mismo con Estados aliados que violentan los principios de dichos argumentos, como Arabia Saudita. Esta hipocresía está contemplada por el maquiavelismo y la admite en tanto no forma parte de la moral de estado, cuyo juico acontece por otro lado. No obstante, un mandatario reciente que logró aplicar, al menos en hechos y alguna que otras palabras, el maquiavelismo, fue el republicano Donald Trump que, tras visitar a la RPDC, pronunció su admiración por el Líder norcoreano, ya que, según el propio Trump, mantiene contento a su pueblo y le respetan. En esta acción, Trump está aplicando maquiavelismo puro: renunció a denunciar a su adversario político de la geopolítica mediante una moral cristiana, sino que lo alabó mediante una moral estatal. Sin embargo, no nos engañemos, no deja de ser hipócrita, puesto que prosiguió la línea estatal de su nación de no violentar las relaciones diplomáticas con Estados aliados que son nefastos por su alto contenido de opresión, como lo es, en efecto, Arabia Saudita.

Dicho esto, se podrá pensar que, aunque reine la hipocresía en la geopolítica capitalista, es altamente probable que sus mandatarios y mandatarias sean intrínsecamente maquiavélicos aún hasta el día de hoy, aunque no lo admitan propiamente ni en palabras ni hechos, como Trump. Esta distinción de las formas es sólo una de las que le permitió a Trump hacer carrera política con el discurso demagogo de llegar al poder para desplazar a «la élite»; el hacerse una imagen de «el distinto», en tanto el resto son «lo mismo», en cuanto eso mismo de la vida política de Estado es parte de la misma degeneración de su política, lo que mantiene en constante estado de irritabilidad a un pueblo. Esta cualidad de «distinto», que a nuestro juicio no es más que una mera imagen prefabricada por think tanks liberales y neofascistas, es la que está siendo extremadamente explotada en nuestro tiempo por la politiquería burguesa de derecha y de extrema-derecha.

Otro punto a destacar de la perspectiva maquiavélica es la imposibilidad de la conciliación ontológica entre ser un «buen» político, en su perspectiva, y al mismo tiempo una buena persona, en la perspectiva de la moral cristiana. Ambas concepciones de «bien» son irreconciliables, siendo así categorías morales de moralidades opuestas. O se es uno, o se es otro.

En nuestra perspectiva crítica, no estamos de acuerdo con ese punto de vista, ya que, sostendremos a continuación, se puede ser al mismo tiempo una «buena» persona en un sentido moral religioso o culturalmente aceptado, y un «buen» político en términos generales, más bien, en términos de clase. Ya que los términos generales en política son propios del centrismo reformista que en realidad nunca es centrista, sino que termina jugando para la burguesía. En términos de clase, un «buen» político lo es en tanto para su propia clase, para la clase antagónica nunca podrá ser «bueno».

El arte permite la distinción entre obra y autor porque, en pocas palabras, la obra tiene entidad por sí misma, por fuera del artista en tanto creador. En política no. El político en tanto funcionario, es decir, el hacedor de política institucional sea opositor u oficialista, lo que hace o dice no puede ser escindido de su persona. La actividad política no es como pintar un cuadro o escribir un libro. De hecho, en política institucional más que nunca «lo personal es político».

Si un político impulsa una ley que habilite la venta de órganos, lo hace en tanto persona, porque es un personaje político, no hay posibilidad de escisión. Es imposible, por ejemplo, que se pueda separar la obra política de un político, por ejemplo, de un político fundamentalista islámico que gobierna mediante la Sharia. Un libro es una voz, no una ley; pero un libro que es a su vez ley, como una constitución, afecta la vida de las personas directamente y de manera fehaciente, de modo que sus hacedores (políticos de Estado) no pueden escindirse de lo que redactaron.

Esto lo comprendieron bien los bolcheviques o los campesinos y comerciantes de la Francia de Robespierre y Louis de Saint-Just que, enhorabuena, decidieron dividir al político monárquico de su obra mediante una guillotina, única posibilidad de escisión.

El accionar político de una persona habla de su ética. Ahora bien, si un político nefasto promoviera eventualmente una ley beneficiosa para la población, ¿sería razonable su derogación? Una ley beneficiosa lo es independientemente de su autoría. Este, por ejemplo, es el criterio del FIT-U a la hora de votar una ley, cosa que los macristas liberales no comprenden y, en consecuencia, concluyen que se «votan leyes K».

Sin embargo, esta observación no contradice lo que planteamos. Un político nefasto, lo es independientemente de cuanta ley beneficiosa pueda sacar, porque si lo entendemos como nefasto, entonces entendemos que sacó también leyes nefastas, de lo contrario, no sería un político nefasto.

Ejemplifiquemos la observación: un político que saca todas leyes beneficiosas, pero en su vida privada es un pederasta. Eso lo haría «mala persona» y a su vez «buen político». Bien, aquí nos acercamos a la perspectiva maquiavélica que consideraba que es irreconciliable ser «buen» político y a su vez «buena» persona. O se es una cosa o la otra. Quienes no acordamos con el maquiavelismo, sostendríamos, estimo, que es indivisible la obra política de su persona, lo cual implica su viceversa. En el ejemplo mencionado, el político en cuestión sería nefasto, porque aunque no haya sacado leyes maliciosas o perjudiciales (lo perjudicial en política a menudo es polémico porque siempre se afectan uno u otros intereses de clase), su accionar de vida al ser representante de Estado y de su sociedad es a su vez un accionar político mucho más importante que el accionar personal que también es político de un random, porque al ser figura pública, un «representante del pueblo», sus acciones y sus palabras toman una dimensión magnificada que, quiérase o no, obra como ejemplo social. Y, acordamos, nadie quiere como ejemplo social la pederastía u otra acción nefasta y reprochable, un modo de obrar que por su investidura es a priori un «ejemplo a ser», es decir, que invita a validar dicha acción, legitimándola desde la moral política, y esto, en este ejemplo, es particularmente nefasto.

Otro punto que nos interesa es el siguiente: si la moral estatal para resguardar el orden de Estado, un orden injusto desde nuestra perspectiva marxista, es necesaria para el maquiavelismo, debe resguardarlo de las amenazas internas y externas. Esto es siempre un peligro porque dichas «amenazas» contienen de por sí una valoración subjetiva. Lo que para un representante puede ser una amenaza, puede no serlo para otro. ¿Dónde encontrar, entonces, la diferencia, si acaso no podemos eliminar esta concepción de «amenaza»? La diferencia es nuestra llave conceptual para todo análisis político, social y económico: la clase social.

Para un representante de la clase burguesa, estar rodeado de países que incursionan en un modelo socialista puede resultar una amenaza, pero para un representante de la clase proletaria, no; empero si este mismo que observa cómo el imperialismo yanqui que le rodea olfatea los recursos naturales de su país, puede también resultar en una amenaza.

El problema de la amenaza interna tiene otro nivel de peligrosidad, porque la amenaza externa percibida puede solucionarse eventualmente mediante las relaciones diplomáticas entre los Estados contendientes, pero en una situación interna, no siempre el sector social contendiente está representado para oficiar posibles negociaciones. En esta imposibilidad, el gobernante, si es maquiavélico, puede justificar la persecución de un sector social de la población por considerarlo partícipe activo de la contienda, de incitador e, inclusive, de organizador. Estos métodos de represión estatal de parte de regímenes liberales que ven amenazados el orden social injusto que construyeron, emergen en las situaciones de crisis nacional a causa de la devastación política, social y económica que los representantes de la burguesía, uno tras otro, supieron conseguir en el gobierno. Algo así sucedió en Argentina, o en Chile, o en otra dictadura latinoamericana orquestada por el imperialismo yanqui, cuando las dictaduras liberales dieron un paso más en la represión estatal y se animaron a ejercer la persecución política contra sus adversarios políticos de su misma «patria», ciudadanos de Estado que hicieron uso de su derecho inalienable de la participación política activa. Esto, en nuestro país, llevó a la desaparición de 30.000 compañeros y compañeras de la República Argentina.

Por consiguiente, ¿puede ser necesario en ciertas condiciones objetivas el concepto de «amenaza interna» o debemos buscar su anulación lógica? Si abordamos el problema desde una perspectiva de clase, estimo que no podríamos desentendernos de la posibilidad de una amenaza interna en condiciones revolucionarias de relativa estabilidad aún con el pueblo obrero movilizado, o en condiciones de guerra civil revolucionaria. Esto, en un gobierno de trabajadores, es altamente probable que la reacción conservadora y la burguesía cipaya busquen atentar contra nuestra clase de un modo u otro, y nosotres deberíamos reprimir esos atentados y, por tanto, a sus instigadores y partícipes de hecho. Sería ridículo, por ejemplo, que nos dejemos matar uno por uno por la mano fascista de la burguesía organizada. Esto nos lleva a una conclusión al paso: hay lucha de clases y no la inventamos nosotres, Marx y Engels la descubrieron al analizar la Historia; es, en este sentido, casi inevitable que dicha lucha devenga en una guerra civil revolucionaria. ¿Por qué revolucionaria? Porque dependerá de la victoria de nuestra clase para consolidar la revolución socialista. ¿Y por qué «casi» inevitable? Porque esto no es una ley física y, por tanto o mejor dicho, no es una ley física que la burguesía entregue el poder sin luchar. Generalmente, la Historia por inducción nos dice que la burguesía no se rinde jamás y presenta una guerra devastadora para conseguir mantener su poder (medios de producción y propiedad de la tierra), pero ciertamente podría suceder que alguna burguesía entregue el poder sin desarrollar una lucha sangrienta, aunque esta posibilidad es, en una estadística histórica, una suerte de un 1%. Casualmente, podríamos afirmar, el mismo porcentaje de la clase capitalista que oprime al restante 99% de la clase laburante.

En tiempo de relativa paz (en el capitalismo la paz es ficción), la concepción de «amenaza interna» no debería tener lugar. Ni en un gobierno burgués ni en un gobierno obrero, en tanto la lucha de clases no se haya acentuado. De lo contrario, estamos en condiciones de admitir, si es válido para nosotres utilizar el concepto cuando la burguesía orquesta terrorismo contra nuestra clase en el poder, entonces, es válido para ellos utilizarla cuando somos nosotres que, en una condición prerrevolucionaria y revolucionaria, amenazamos el orden social injusto del poder burgués. Ellos serán, a su vez, nuestro propio enemigo interno.

La «virtud criminal» es inherente a todo Estado capitalista, así como lo es su natural predisposición hacia la corrupción económica. Esto se gana nuestra desaprobación en regímenes de relativa paz, donde el Estado liberal hace uso de su criminalidad para reprimir a las masas populares que se levantan contra él. Sin embargo, en una condición revolucionaria, o de guerra civil, esto es lo que podemos identificar como una fase previa a la etapa del terror. Disciplinar mediante la violencia a la reacción que la comenzó utilizando contra nuestra clase es, a todas luces, nuestro derecho legítimo a la defensa política.

Mientras el maquiavelismo la defiende en una utilización extensiva, donde es necesaria incluso para regímenes de relativa paz, nosotres, en cambio, la defendemos en una utilización intensiva, donde es necesaria en condiciones revolucionarias contra la reacción conservadora.




     II.                 Thomas Hobbes

Habiendo nombrado en el punto anterior la inevitabilidad de la guerra civil revolucionaria, intentaremos refutar aquí el punto de vista de Hobbes que señalaremos como temeroso.

El hecho de que Hobbes haya sido contemporáneo de la década en la cual sucedieron las tres guerras civiles inglesas que enfrentaban las fuerzas realistas y parlamentarias, tornó a este en un temerario y, por extensión lógica, el núcleo de su argumentación parte del temor.

¿Puede surgir algo «bueno» del miedo o no surge nada más que «mal»? Estas categorías morales son a modo de ilustración, donde podemos recordar alguna escena de Star Wars donde Yoda explica una inducción lógica que plantea que del miedo emerge la oscuridad. Nosotres no podemos estar más de acuerdo.

En la filosofía política temerosa de Hobbes se argumenta la necesidad de la obediencia civil a sus respectivos gobiernos aún si estos son imperfectos o tiránicos a fines de evitar el caos social y las matanzas. Básicamente, esto se resume en adoptar la sumisión política para evitar la potencialidad de una guerra civil cruenta. ¿Qué guerra civil no es cruenta? Es decir, ¿qué guerra no lo es? El fin de Hobbes niega la realidad inevitable de la conclusión de la lucha de clases. Antes que lucha, esta perspectiva preferiría la conciliación. Todo sea por evitar seguir el camino que nos conduce a la «guerra» de clases.

Esto, de más está decir, es lo que realizan todos los gobiernos maquiavélicos a fines de mantener su orden socioeconómico injusto. En Chile, por ejemplo, Allende pudo haber presentido este destino político al que se encaminaba, pero al optar por negarlo ingenuamente, terminó debilitado y tumbado por la contrarrevolución. Lo mismo Perón en Argentina, que, si bien no era socialista, su peldaño político podría haberse considerado la profundización de una revolución democrático-burguesa que libraría de obstáculos el camino inevitable hacia el que se encaminaba de haber presentado batalla en 1955: el socialismo revolucionario. Estas dubitaciones políticas debilitaron a sus gobiernos bienintencionados que, de haber aceptado el destino de la lucha definitiva, podrían haberse preparado fuertemente contra la reacción conservadora y presentarles batalla. ¿Habría costado sangre? Seguramente, pero el diario del lunes no era desconocido para los marxistas de la época, se sabía: habría sangre de todos modos. Y así fue, e inclusive hasta el día de hoy se perpetúan las injusticias de aquella victoria conservadora del cipayismo argentino: de 1955 a la década del 60 se sucedieron en tan sólo 5 y 15 años gobiernos militares y títeres que reprimían con plomo a la clase obrera, y entrando en 1970 las vanguardias del proletariado se cansaron de recibir siempre el golpe en la mejilla y se armaron; de ahí a 6 años se acrecentó la crisis económica a la cual nos llevaron los milicos liberales hasta que decidieron dar un Golpe de Estado definitivo que nos costó 30 mil compañeros detenidos-desaparecidos que lamentamos hasta el día de hoy. De ahí, la guerra a Malvinas en tan sólo otros 6 años, para evitar la caída de la dictadura liberal argentina que cayó de todos modos, luego, la validación de la deuda militar genocida de parte del pequeñoburgués Alfonsín, y en consecuencia, la hiperinflación; luego, la llegada de la profundización de la crisis y la acentuación de la brecha de clases: el menemismo neoliberal y entreguista, esta era la nueva década infame; dos gobiernos del menemato y luego la socialdemocracia neoliberal con la continuidad del politiquero fracasado Cavallo, y de ahí al año 2001, la crisis nuevamente y el estallido social; la irrupción del presidente Kirchner y la posterior consolidación del neoperonismo: el «kirchnerismo» y, casi al mismo tiempo, la consolidación de su oposición liberal: el «macrismo»; de ahí la llamada «grieta» que se perpetúa hasta el día de hoy, y gobierno burgués tras gobierno burgués desde la caída de la dictadura genocida de la burguesía, fue fracaso tras fracaso validando cada uno la deuda odiosa del FMI, organismo de terrorismo financiero internacional legitimado. La lucha de clases continúa, y si estamos preparades para ello podremos afrontarla con mayor eficacia. Los gobiernos burgueses están lejos de aceptarla porque, de entrada, ni siquiera creen en la lucha de clases; por lo tanto, están políticamente destinados al fracaso.

El miedo en Hobbes es la antitética del guerrero, del obrero devenido en soldado. Es, más bien, la ética del esclavo, la moral del confort, ya que ubica en el pedestal de la importancia el bienestar superficial y la ficción de la comodidad con tal de evitar a toda costa el compromiso inevitable de la lucha política.

En cuanto al contrato social, necesario, en parte, en los períodos de relativa paz donde la alienación de las sociedades asalariadas tiende a buscar el simple bienestar social, se le debe entender también necesario para actualizar la consciencia obrera y popular que dé cuenta que el poder efectivo radica en última instancia en el pueblo obrero. De este modo se desprende una premisa que debe ser adoptada por las masas: la necesidad de la revocación popular de un mandato si este no cumplió su parte en el contrato social con el pueblo asalariado. De lo contrario, entra en vigor la legítima defensa del pueblo obrero, cuyo poder popular debe expresarse mediante la rebelión obrera, la huelga general, los cortes de calle y de rutas, el bloqueo de camiones y de accesos de relevancia, en definitiva, un levantamiento popular y, de ser necesario, la insurgencia armada.

El temor de Hobbes ante el confrontamiento lo llevó a prefabricar un argumento endeble: sin gobierno se retrocede al «estado de naturaleza» donde predomina el caos social y la infamia, una suerte de paso hacia atrás de la civilidad hacia la animalidad como consecuencia de la falta de autoridad recién demolida. Nada más falso, y es que esta perspectiva temerosa no pudo ser capaz de imaginar un nuevo mundo. No pudo observar la enorme potencialidad que radica en el homo sapiens: el ser social cuya entidad sociable le permitiría organizarse colectivamente en una nueva forma de gobierno, por ejemplo, en un gobierno obrero.

El punto de vista temeroso parece no concebir a la autoridad como alguien más de dos, como si debiera ser un monarca o un gobernante, cuando, en realidad, la autoridad está implícita en la premisa que acepta: el contrato social. Si hay contrato, es porque una de las partes tiene autoridad para ejercerlo. Esa autoridad es el pueblo trabajador. Si nuestra clase firmó ese contrato implícitamente, implícitamente podemos destruirlo y reformular nuestro propio contrato social de clase.

Es menester mencionar que, además, la civilización rebelada no podría aceptar a resignarse a dar un paso atrás, al contrario, entendería que romper contra la forma de gobierno burguesa es dar un paso hacia adelante, totalmente lejos del «estado de naturaleza», e impulsados por la necesidad de vivir «bien», se verían obligados material y moralmente a conformar un nuevo gobierno popular que no implique un retroceso en sus niveles de vida alcanzados hasta el momento por su civilidad y civilización. La autogestión y organización colectiva sería irremediable.

«Si los hombres podrían gobernarse a sí mismo, no habría ninguna necesidad de un poder superior coercitivo». La mayor desgracia de esta conclusión radica en todo lo que ella esconde. Niega la potencialidad como si fuera una ley de la física que, matemáticamente, no admite discusión. Nada más alejado de la verdad. La potencialidad del autogobierno es real. No obstante, los diversos motivos de alienación surgidos a partir de las derrotas populares en la pugna por el poder han hecho de los vencidos adquirir moralidades del vencedor naturalizándolas, he aquí la hegemonía. Superar esta desventura histórica llevará su tiempo, pero no consolida para nada una imposibilidad, ergo, la «necesidad» de gobernanza representativa [el «poder superior coercitivo»] es contingente, no necesaria.

En esta línea, podemos acordar, sólo en parte, en que la queja contra el soberano[1] es una queja contra nosotres mismes; pero lo es en parte porque lo es en un sentido filosófico-político. Es decir, si ciertamente en esa instancia de contingencia podríamos autogobernarnos, no estaríamos despotricando contra el soberano. Nuestro derecho a despotricarle parte del hecho de que es él quien gobierna, y, por tanto, quien debe garantizar aquello por lo cual fue electo. Al mismo tiempo, es necesaria la militancia política y el sentido del compromiso político para continuar afianzando el sentido del autogobierno obrero, esto es, la dictadura del proletariado como elemento gobernante de transición en el marco de una «revolución permanente» para pasar, internacionalmente, a conformar un sistema internacional comunista sin Estados ni clases sociales.

Por otro lado, hacer esa parte de la línea susodicha un todo, es caer en una trampa política que excusa la inoperancia o la inutilidad de un soberano sólo porque en el contexto establecido no está gobernando nuestra clase social organizada. Es decir, no tendría sentido criticarnos a nosotres por la necedad del gobernante, porque aún si aceptamos que no podemos o sabemos gobernar, se supone que el gobernante, el soberano, está en su puesto porque, a diferencia nuestra, sabe hacerlo. Entonces, con más razón nuestra crítica, nuestra queja, está justificada, aunque todavía no estemos nosotres en el poder. El absurdo sería insistir en que nuestra crítica es una autocrítica, si se nos pretendiese convencer que, en realidad, nadie está debidamente calificado para gobernar, de modo que quienes ostenten el rol del soberano lo harán merecedores de crítica inevitablemente y que por tanto no sería justo criticarlos si nos sabemos todos imperfectos, ya que ellos, al menos, estarían en condiciones sea por voluntad o casta, de tomar las riendas del poder. Esto es ridículo, porque su fundamentación, por demás propia del pesimismo político, nos escinde a nosotres en tanto individuos obreros, del gobernante en tanto individualidad soberana, en dos conjuntos: los que gobiernan y los que no. Esta división nos ubica en los que no gobernamos, y partiendo de la concepción de imposibilidad de Hobbes, nunca podríamos hacerlo. Este sesgo tiene tanto más de ignorancia que de ideología.

Hoy en día, sin embargo, se nos podrá argumentar a favor de una actualización de Hobbes al replicarnos que, a diferencia de la imposibilidad aceptada, se nos acepta la posibilidad, pero al mismo tiempo se nos enuncia que no hay escisión por conjuntos y que cada uno de nos, que no gobernamos, podríamos hacerlo si nos lo propusiéramos mediante nuestra voluntad política. Esto es en parte cierto, ya que se debe a los progresos de la democracia liberal, pero en parte no, porque dicha democracia es un teatro donde la ficción queda establecida por sus titiriteros: el poder económico de la burguesía. Quizás, entonces, sea más cierto enunciar, desprovisto de todo engaño, que probablemente todes podamos presentarnos a elecciones tras conformar nuestros respectivos partidos, pero difícilmente podamos ganar sin el apoyo económico de la burguesía, algo que nunca tendremos si nuestro programa se basa, justamente, en su derrocamiento. Es por esta razón que nuestra aspiración al poder se inspira en el anhelo de la insurrección de masas, orquestada por la irrupción de un Partido revolucionario de nuestra propia clase social como un actor político en la escena nacional, también continental y luego mundial; no por las urnas, que son necesarias sólo para las batallas cotidianas a través del parlamento y su visibilización, pero sabiéndolas limitadas para el acceso al poder.

Finalmente, la protección y la obediencia en Hobbes son cosmovisiones erguidas del temor. Quien tiene miedo tiene que obedecer para no adentrarse en las sombras, y en su condición temerosa debe protegérsele de la oscuridad. Esto no puede ser llamado de otro modo que una teoría política del esclavo o la filosofía política del temor.




     III.               John Locke

Es imprescindible, aquí, destacar la libertad de culto religiosa a partir de su tolerancia. La tolerancia no sólo surge a partir de una concepción religiosa en relación a otra, punto de partida en el cual parece situarse Locke[2], sino que también, desde nuestro punto de vista, debe surgir desde el ateísmo, inclusive del ateísmo militante. Entiéndase, a su vez, la tolerancia a las múltiples religiones respecto a la posición que debe adoptar un Estado para no incurrir en una injusticia represiva.

Si bien nosotres, desde el marxismo-leninismo-trotskysta concebimos a la religión como el opio de los pueblos, no podemos doblegar ni manipular las mentes, y aun si pudiésemos, no sería ético. Debemos apuntar hacia la militancia racional contra la argumentación religiosa, raciocinio que irá cobrando fuerza a medida que avance el progreso científico en la historia.

Si, por otro lado, en alguna instancia un movimiento religioso se armara contra nosotros, no deberemos confundir la represión necesaria contra dicho movimiento en nuestra legítima defensa, con la represión a la creencia de la cual dicho movimiento hace uso. En la actualidad podemos observar esto respecto a DAESH y su relación arbitraria con el islam. ¿Hace DAESH la represión necesaria de la religión musulmana? No. Es necesario reprimir mediante la fuerza a DAESH, mas no de este modo a la religión del islam. Los pensamientos y los deseos de las personas son un refugio de libertad incondicional, pretender reprimirlos sería una total necedad. Pueden, en cambio, surgir problemas cuando dichos pensamientos o deseos se convierten en palabra oral o escrita o directamente en propaganda que atente contra la integridad física de un grupo social, o que promueva el terrorismo o la instigación al delito contra la humanidad de un individuo o un colectivo.

No obstante, no consideraremos represión a aquella que no sea física, es decir, mediante la fuerza. La represión lo es tal en tanto haga uso de la fuerza, de lo contrario, la palabra es otra, por ejemplo: desfinanciación. En este sentido, estamos de acuerdo con desfinanciar toda institución religiosa, separarla definitivamente del Estado. Las instituciones religiosas que deban querer mantenerse en pie, tendrán libertad de hacerlo en tanto tengan los medios necesarios para ello, sin que el Estado invierta ni un centavo en su mantenimiento. Considerando esto, podemos establecer que aun cuando no haya institución religiosa alguna, quien quiera podrá ejercer su religión desde su mente, es decir, podrá creer lo que quiera, esto es, libertad de culto. Por supuesto, aspiramos a que sea totalmente prohibida la enseñanza religiosa en los colegios y en las universidades estatales, o, si se me permite, una prohibición tácita, ya que también aspiramos a que no exista la educación privada, de modo que, si toda educación es pública, no sería necesario que el Estado explicite que está prohibida la enseñanza religiosa, ya que sería absurdo que se prohíba algo a sí mismo.

Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de esta tolerancia? Locke lo fundamenta a partir de esta premisa: because Earthly judges, the state in particular, and human beings in general, cannot dependably evaluate the truth-claims of competing religious standpoints. Luego, enuncia lo que decíamos sobre la necedad de establecer creencias o anularlas mediante la represión, que es, evidentemente, de común sentido: even if they could, enforcing a single «true religion» would not work, because you can’t be compelled into belief throught violence.

En cuanto al Estado teleológico de Locke, aquel cuyo fin último es preservar la vida tranquila y confortable [perseverar un Estado de confort], nuestra teleología estatal, de adoptar una, debiera ser devenir anulación. Esto quiere decir, que, en nuestros términos, el Estado en tanto Estado de transición, no es más que un Estado que aspira a desaparecer, no sólo él mismo, sino en conjunto con el resto de los Estados para dar paso hacia un nuevo sistema internacional: el comunismo.

Aún en este conservadurismo de Locke en cuanto a su teleología estatal, podemos estar de acuerdo en que, tenga un fin u otro, el Estado es ajeno totalmente al bien de las «almas humanas». Digamos, si algo así existiese, sin duda alguna escapa las relaciones de Estado. Un organismo material, una institución física, nada tiene que hacer con un organismo inmaterial, organismos metafísicos en tanto bienes que no podemos poseer y se nos escapan de nuestras manos, metafórica y literalmente. En otras palabras, al Estado le conciernen las personas, sus cuerpos físicos, no sus supuestas almas.

Otra cuestión que merecemos destacar de Locke para discernir de ella, es su afirmación de «derechos naturales» que no pueden cederse a los gobernantes. Todo se puede ceder, aunque sea impráctico o impensable por nosotres hoy, pero este punto no nos interesa, sino el hecho de resaltar que, independientemente de esto, el iusnaturalismo es en sí misma una farsa, porque lo que se considera natural no es obra de la naturaleza sino de la metafísica. Puesto que hablamos de «lo que se considera», no de hechos físicos. Las consideraciones son, a priori, abstractas. Es, en terminología nietzscheana, una «interpretación» de la naturaleza, no una observación de la misma. Considerando, además, la enorme multiplicidad del mundo natural, lo cual significa que, si quisiéramos observar algo arbitrariamente de ella para establecer un punto de vista, podríamos hacerlo, y, como se estará previendo, no sería serio. Un ejemplo de esto que devino en un absurdo fue la argumentación religiosa que rezaba que era «antinatural» la homosexualidad, que en el reino animal la unión sexual y la atracción se daba por elementos de sexos opuestos, algo que la ciencia desmintió contundentemente, llegándose a evidenciar la presencia de la homosexualidad en el reino animal. Los liberales, por ejemplo, utilizan la observación de propiedad en la naturaleza que implica la concepción de «propiedad privada» como «derecho natural», sin embargo, basta sólo un ejemplo nómada o similar de anulación del sentido de propiedad en el reino animal para demoler la creencia iusnaturalista liberal en este sentido.

Locke también parece considerar el derrocamiento de un gobierno lícito para un pueblo sólo cuando aquél lo violentara, es decir, cuando se convierta en una tiranía. Cuando el pueblo entiende que le están tomando más derechos de los que le cede, produciéndose así un Estado de injusticia. Sin embargo, nos, como marxistas, no podemos limitarnos a este punto que, claramente, apoyamos. Siendo así, establecemos que el punto de referencia no es la aparición de un tirano, sino la existencia misma de la voluntad popular. Esto significa que, si el pueblo obrero decide, por razones que, suponemos, implican un descubrimiento[3] en el gobierno con el que no están de acuerdo, tumbar a un gobernante, están en su pleno derecho de hacerlo, aunque no sea un tirano. La sola existencia de la voluntad de poder del pueblo obrero torna lícito su derecho al derrocamiento gubernamental en cualquier instancia. Una sociedad obrera «cede» derechos y por esa misma acción cuando quiera puede recuperarlos. Este acto de cedimiento no es un regalo, es un contrato [social]: en este sentido quien da tiene el derecho de retirar. El «contrato social» no es un contrato jurídico que cada ciudadano obrero firmó en un papel, por el cual cada cual en tanto sociedad no puede romperlo, es un contrato indirecto, no hay papel firmado por ningún ciudadano y mucho menos por el cuerpo social (por una sociedad en tanto un todo, orgánica, como la entendía Durkheim), de modo tal que no puede considerarse ni ilícito ni ilegal bajo ningún sentido la ruptura social de este contrato por la fuerza de la sociedad signada por su voluntad. Al contrario, la ruptura del contrato social es totalmente legítima. Los pueblos obreros del mundo tienen un derecho inalienable a la rebelión. No nos confundamos, este derecho inalienable no es natural, sino moral. El poder, en última instancia, le corresponde a un pueblo trabajador, por lo tanto, sólo el pueblo trabajador puede ejercerlo.

De lo dicho se desprende un tema que nunca está rodeado de polémica: la sociedad yanqui armada cuyo derecho a portar armas parte de la cosmovisión política constitucional fuertemente influencia por Locke, estableciendo que la población siempre tiene derecho a derrocar a un gobierno injusto. Hasta aquí no vemos nada polémico, la polémica surge cuando contrastamos esta teoría con la realidad estadounidense donde cada dos por tres un sujeto armado comete crímenes aberrantes con armas fácilmente conseguidas. ¿Es necesario prohibir las armas por esto? Según lo que hemos dicho, no; ¿y es al menos necesario restringirlas? Probablemente; al parecer, la política de Estado del imperialismo es bastante laxa y permisiva respecto a la obtención de armas por su pueblo, llegando al punto que inclusive personas con evidentes desórdenes psicológicos pueden obtener un fusil. ¿Estamos diciendo que si fuesen personas razonables y adultas las que tienen un fácil acceso a las armas no ocurrirían tragedias? También probablemente, o al menos probablemente serían considerablemente menores en cantidad. Esto nos hace considerar una conclusión provisoria de común sentido: el problema de las masacres no es el acceso a las armas sino la causa del desorden psicológico[4] de quienes acceden a ella y cometen un crimen. El problema, desde este punto de vista, es sin duda una consecuencia de la desidia del Estado yanqui que maltrata la salud mental de su pueblo y al mismo tiempo la desentiende.

Otro aspecto importante que Locke nos inspira a debatir es la cuestión de la educación. Sin duda alguna la temprana educación es influyente, aunque dudamos de que sea determinante, siendo que la ciencia ya refutó la teoría de la tabula rasa y la neurociencia estableció los principios de la neuroplasticidad, condición que nos permite cambiar y adaptarnos, transformar nuestras ideas [en continuo aprendizaje]. No obstante, nuestro enfoque respecto a la relevancia de la educación consiste en sostener la abolición de toda educación privada. La educación debe ser absolutamente estatal, es decir, todos aquellos excelentes maestros y profesores que hoy día están cursando en institutos privados, tendrían su trabajo en la educación pública. Toda la educación, desde la secundaria, terciario y universidad debe ser absolutamente estatal, de primera calidad. Esto, lo promovemos para un Estado Obrero, y si bien podríamos admitirlo para un Estado liberal, no tendría sentido porque implicaría una contradicción: el mismo Estado liberal, por serlo, permitiría la educación privada. Pero si existiese algún Estado liberal algún día que no admita la educación privada, persistiríamos en la necedad de un sistema total estatal único de educación, considerando que la formación estatal, por más vicios patrioteros que pueda tener, es siempre mucho más conveniente que los vicios de la educación privada: sus sesgos pro-empresariales y sus vertientes religiosas que atrasan mil años. Dicho esto, lo suponemos en un Estado laico, ya que no tendría sentido una educación pública con contenido religioso. Lo religioso siempre está dado en el sector privado. Una educación pública que oficie como privada no sirve de nada. Todo lo público debe ser laico. La esencia de estos razonamientos se funda en el principio mismo de la existencia religiosa: no existe una sola religión, sino varias, esta multiplicidad habilita sostener, por simple lógica, que cada religión debe permanecer en el fuero privado de la consciencia, porque dada en el sector público de parte del Estado, al haber múltiples religiones, se convierte en una imposición religiosa. La única forma de anular esta posibilidad de imposición es no imponer ninguna, lo que equivale a establecer el carácter laico de un Estado.

Un fundamento adicional para la abolición de la educación privada, sin desarrollar aquel que se basa en el principio de la igualdad social de oportunidades al punto tal que toda educación sea de acceso gratuito garantizado por el Estado Obrero, es la cuestión de clase. La educación privada aumenta la brecha de clase ya que quienes pueden pagar, acceden a una educación privada y, quienes no, a una pública. Aboliendo la educación privada no sólo obligamos a la civilidad a relacionarse entre sí, entre pares de una misma nación, sino que además rompemos con la herencia moral y cultural que la educación privada le impone a su alumnado, en tanto herencia de clase. Sin educación privada, papi ricachón ya no puede enviar a sus hijes a un colegio privado para ricachones, debe hacerlo en una pública y allí las condiciones sociales se mezclan y al hacerlo, cada cual termina por conocer el mundo que los adultos les evaden. Cada cual rompe su burbuja. Esto ayuda, sin duda alguna, a conocer críticamente el mundo. Y la pregunta principal comenzará a surgir: ¿por qué algunos tienen todo, y otros nada?




     IV.               Jean-Jacques Rousseau

Aquí sólo plantearemos la insistencia por la educación pública total mencionada hacia el final del punto anterior. Ya que Rousseau también insistía en la necesidad de la educación, especialmente temprana, para evitar la corrupción del ser humano en las manos sucias de la sociedad y su cultura corrupta. Nos, podemos estar de acuerdo en esto en tanto entendamos a la suciedad de la sociedad como su alienación, no a la sociedad en sí ni a la sociedad moderna en sí misma, y podemos también acordar en la existencia de una cultura corrupta, por decirlo en nuestros términos, no porque la cultura emerja de la sociedad moderna, sino porque emerge del capitalismo, cuya intrínseca corrupción se traslada necesariamente a su cultura. Por consiguiente, en lugar de aplicar categorías morales, usaremos la categoría de alienación en sentido marxista. Esta, tiene un estrecho parentesco conceptual con la idea del «bien» dado en la naturaleza humana. Pero no es lo mismo. Si bien una lectura podría ser enunciar que el hombre y la mujer, sin estar alienados son «buenos», sería un error porque inclusive en esta sociedad capitalista existen, si bien no las personas «buenas» porque lo ideales no existen, pero si las acciones de bondad. Si, en cambio, la acción define al ser, un ser cuyo dinamismo es evidente según las acciones que decida tomar en su vida, podríamos decir que de una «buena» acción se deduce la condición de ser «bueno». Un alienado, por tanto, puede realizar acciones «buenas». Ejemplos sobran en la cotidianeidad. Entonces, no podemos decir que sin la condición alienada recién se llega a «bueno». Esto significa que tampoco sería acertado afirmar que toda persona nace «buena». Mejor dicho, es: nacemos. El verbo sin el adjetivo significa que somos, y en tanto seamos, nuestra educación y nuestras acciones nos irán permitiendo devenir, llegar a ser, o, mejor dicho, a continuar siendo. ¿Por qué no resumir esta condición base de existencia en su equivalencia moral: el bien? Se podría, pero sería incorrecto, porque la biología y la química, ciencia moderna y sus estudios sobre genética y epigenética nos permiten dilucidar la existencia de una relativa naturaleza humana repleta de factores que podríamos considerar buenos y malos, como, por ejemplo, predisposiciones a la empatía o al egoísmo, etc. La educación, y de ahí su importancia, nos permitirá ir «alimentando» unas predisposiciones en lugar de otras.

En línea con Rousseau, pero partiendo de su siguiente premisa para llegar a conclusiones diferentes: «la auténtica libertad es la austeridad», diremos que al estar ambos en contra de la ambición burguesa, diferiríamos en matices. Si bien la ambición burguesa refleja una condición de esclavitud, prácticamente de característica ontológica, añadiremos que la característica tiene sus orígenes en las condiciones materiales que se desprenden de una cultura y sistema político-económico basado en el saqueo a los pueblos y en la imposición de la desigualdad social en los mismos luego de expropiarles las tierras a la clase trabajadora-campesina de su territorio conquistado.

A partir de la barbarie de la civilización impuesta por las clases opresoras, en la historia de la lucha de clases, el relativo progreso de la humanidad ha formado degeneraciones sociales en la burguesía directamente proporcionales a los niveles de pobreza y hambre que ésta ha engendrado a su paso. De ahí las expresiones de la opulencia burguesa, la vulgaridad del lujo, la ridícula ostentación y la exhibición obscena de las riquezas apropiadas de las naciones a costa de la explotación de la clase obrera toda. En otras palabras, la burguesía ostenta y ambiciona lujos porque puede, y puede porque explotó a otros para poder. Esto no quiere decir que para poder llegar a una sociedad de lujo haya que explotar a otros, sin embargo, es necesario dominar a un reducida pero ostentosa otredad: el despreciablemente célebre 1% de la clase capitalista más rica y, en general, a la clase burguesa que, en calidad de empresariado patronal, explota la fuerza de trabajo de nuestra clase. Esta dominación aludida, de parte de nosotres en el poder, constituye, nada más y nada menos que nuestra pronta aspiración: la dictadura del proletariado.

Por otro lado, donde también podemos encontrar puntos de contacto y en común con Rousseau es en lo que respecta a nuestra oposición a la conceptualización individualista de la libertad. La libertad, a secas, es un significante vacío que, por esa misma razón y en su vaguedad implica entenderse absoluta. Sin embargo, la libertad absoluta no existe. En este punto es necesario discutir contra Hobbes, quien consideraba al temor y a la necesidad coherentes con la libertad, reduciendo a ésta a su relación con el movimiento. Sin adentrarnos en este punto, mencionando solamente que no puede ser libre quien actúa bajo las condiciones del temor y la necesidad, ya que su voluntad, necesaria para dicha libertad, está condicionada, esto es, encadenada. Esto aplica para todo ejemplo cotidiano de cualquier época que pueda pensarse, desde la civilización moderna hasta el «estado de naturaleza» donde, aún por imposición natural y biológica, estamos sometidos a necesidades. Todo esto, inevitablemente, relativiza el concepto de libertad. Por consiguiente, en términos antropológicos no tiene sentido hablar de libertad individual, sino de libertad social. Si quisiéramos apelar al individuo, validamos el siguiente concepto: libertad individual relativa.

En Rousseau, nuestro punto de contacto es la libertad del pueblo ciudadano. En nuestros términos, diríamos, del pueblo obrero. Porque la categoría política de «pueblo» implica un conjunto general, y en tanto generalización, debemos enfocarnos en las mayorías populares, el pueblo que, en su conjunto, es obrero.

Al enunciar que «[sólo] es libre quien obedece la ley que él mismo se ha dado», se establece una relación política entre el ciudadano [obrero] y el poder constituido institucionalmente a través de la figura del Estado. Aquí también, como se ve, se constituye un punto de contacto con la idea de posibilidad de tumbar a un gobierno, de Locke. Estas dos ideas se tocan en lo que respecta a una cuestión fundamental: el poder popular.




     V.                 Adam Smith

Aquí, antes que nada, debemos reafirmar: el capitalismo humanizado no existe, del mismo modo que, en una novela cuyo episodio se caracteriza por el género del terror, no se puede humanizar al monstruo.

Es menester aquí demoler las ideas burguesas de propósito, rol y dignidad que la clase capitalista le inculcó a la clase proletaria. Estas ideas burguesas surgieron como consecuencia de la pérdida de sentido de parte del proletario en un mundo moderno recién industrializado, pérdida a causa de la especificación de labor. El trabajo especializado quebrantó los oficios, lo dividió de tal modo que cada cual realiza una parte insignificante del trabajo, pero cuya significación se completa cuando la resultante de trabajos insignificantes generan sus bienes y servicios. La pequeñez del proletario, mejor dicho, su sensación, ante la enorme maquinaria industrial de mercado, terminó por desmoralizarlo a tal punto que su vida fue perdiendo sentido, reemplazando dicho sentido por el trabajo asalariado, el trabajo industrial dividido. He aquí, también, una génesis crucial de la alienación.

El propósito, es decir, el sentido, se encarga de los mitos nacionales, en cierta instancia, donde se construye la farsa del «bien» del país, cuando, en realidad, dentro del significante «país» se esconde la lucha de clases y quienes verdaderamente se benefician de la riqueza del trabajo asalariado: los capitalistas. Esto podríamos llamarlo el mito objetivo. También hay, entonces, un mito subjetivo. Este consiste en prefabricar propósitos para el proletario cuyo núcleo ideológico apunten contra su sensibilidad. Uno de estos mitos subjetivos es inculcar el falso sentido de necesidad: que los proletarios necesitan de los patrones y, al mismo tiempo, que necesitan trabajar asalariadamente, lo cual les hacen creer que implica la dependencia del patrón, ya que, según las patronales, ellos «dan» trabajo, cuando en realidad es el proletario quien le da trabajo al patrón, trabajo que el patrón luego podrá explotar para extraerle plusvalía. El proletario se ve obligado a darle trabajo, porque de lo contrario, en este mundo conformado desde su seno de la injusticia y la apropiación, se muere de hambre, ya que los medios de producción y la tierra están concentrados en manos de la clase capitalista, es decir, los patrones, esto es, los burgueses.

La farsa del rol apela un «sentido común» de jerarquías: el rol del patrón es tal, y el del obrero, tal. Esta mitología burguesa funda su sentido en la idea prefabricada de que «las cosas no pueden ser de otro modo», y que, siendo lo que son, no pueden ser de otra manera. Una falsedad lastimosamente inculcada con éxito, hasta el momento. La idea de rol en el proletario encaja con su quehacer en la maquinaria capitalista, en el marco de la división del trabajo, ya que su puesto, su especificación, equivale a un rol, a uno indispensable para el funcionamiento de la máquina naturalizada por la burguesía, sin embargo, maquinaria de la cual el proletario organizado podría hacerse del control.

La dignidad, un idealismo burgués en relación al trabajo asalariado, conforma parte de un mito subjetivo adicional. Se fundamenta en la idea falsa de que «el trabajo dignifica», una máxima del capitalismo liberal que, sin embargo, fue la misma utilizada por los nazis como lema al tristemente célebre campo de exterminio Auschwitz. La trampa burguesa aquí yace en la máxima cliché, en la palabra «trabajo» que, simplificada, omite a qué trabajo refiere: al trabajo asalariado, es decir, a la explotación. Porque el trabajo a priori, como juntar los frutos de tu propia parcela para comer, podría decirse, aunque forzadamente, que «dignifica», porque el hombre y la mujer al subsistir de su propia fuerza de trabajo para sí y de por sí, los hace dignos, pero con un detalle no menor: sin intermediarios que le roben parte de su riqueza generada, lo que en el trabajo asalariado se hace mediante la extracción de plusvalor al obrero de parte del capitalista. Entonces, estamos en condiciones de decir que el trabajo asalariado no dignifica. La máxima ha sido desvelada, y una vez expuesta, refutada. No se puede ser digno en la explotación, lo cual su contrario equivaldría a decir que los esclavos con grilletes en sus pies eran dignos por construir las pirámides de Egipto o el Coliseo Romano. En realidad, pues, no eran dignos, eran esclavos.




     VI.               Henry David Thoreau

En principio, cabe aquí señalar al paso la influencia que habría ejercido Emerson y su doctrina trascendentalista, la cual se basa en la primacía perceptiva de lo espiritual por sobre lo material. Esto nos puede evocar el principio de Rousseau sobre la «auténtica libertad», concebida por el pensador francés como la «austeridad». Desde nuestra perspectiva podemos abrazar este principio, pero únicamente en tanto principio y a su vez medio para una sociedad plena de goce y ocio, en condiciones saciadas de igualdad social. Esto, claramente, puede darse en una sociedad comunista. No obstante, no podemos abrazar este principio como fin, porque implicaría un estancamiento en el progreso de la civilización. Contrariamente, el progreso científico nos brinda continuas herramientas para hacer de nuestras vidas algo cada vez más soportable. Este principio en tanto medio, puede abrirnos el camino hacia una reflexión que lo indique nodal para solucionar el problema de la alienación. Al menos, el aspecto alienante que pregona la ostentación y la ambición burguesa. Librados de este aspecto burgués, se nos abre el sendero hacia la militancia plena por el socialismo revolucionario [marxismo-leninismo-trotskysta].

Es importante comprender el retiro en el bosque de Thoreau no como un capricho individual, sino como experiencia de experimentación[5] [«to live deep and suck out the marrow of life»]. De este modo, retrató su experiencia en sus escritos. Este fue su aporte, invaluable, para la humanidad. Es necesario destacar este aporte en tanto experimento, porque de lo contrario, estamos en un problema ideológico: si no fuese un experimento y, en su lugar, fuese un modo de vida pregonado, se incurre en la ideología primitivista, cuyo ideal concluiría que es lo mejor y más deseable que cada individuo de una sociedad civilizada pase a descivilizarse para pasar a conformar un nuevo tipo de civilización comunal en el bosque. Una especie de retroceso transicional entre un ciudadano de ciudad hacia un ciudadano de campo, o el retroceso del proletario hacia una condición de campesino. A partir de aquí, las formas de gobierno que se estimen podrán oscilar desde una utopía liberal donde prima la ley de la selva, como en el capitalismo empero literalmente en la selva [el «estado de naturaleza»], hasta algún tipo de anarquía organizada o socialismo agrario. Como establecieron Marx y Engels en el apartado de «literatura socialista» en el Manifiesto Comunista, estos retrocesos implican en sí mismo una condición reaccionaria. Esto no es más que la reacción no sólo hacia el progreso, sino hacia la condición presente. Para nada podemos estar de acuerdo con esto.

Tampoco, dicho lo anterior, podemos estar de acuerdo en su desconfianza por el progreso tecnológico, inclusive como «distracción», ya que el pueblo obrero, sometido a la esclavitud asalariada de la economía liberal, tiene derecho a la distracción, esto es, al ocio. Podríamos coincidir si esta «distracción» conforme no una parte de la vida sino el todo, de modo tal que consuma de un modo depredador la necesidad de la militancia revolucionaria para cambiar el mundo.

Un principio aceptable, aunque sea en sus términos de argumentación de base, es la desobediencia civil. ¿Por qué decimos «de base»? Porque su argumentación sirve incluso para el día de hoy, pero no puede estar concluido, porque los regímenes capitalistas, con su naturaleza política fascista, tienden a reprimir salvajemente las manifestaciones populares, e inclusive pueden cometer atrocidades, genocidios, contra pueblos enteramente levantados. ¿Se puede responder siempre de un modo pacífico ante la violencia de la política liberal-burguesa? Claramente, no. Este hueco dejado por Thoreau lo cubre el marxismo. El pueblo obrero tiene derecho a la violencia política cuando las cúspides del poder burgués atentan físicamente contra él. En esta instancia, la desobediencia civil ya no debe ser pacífica, sino violenta. Esto constituye nuestro derecho inalienable a la legítima defensa popular.

En definitiva, servir a nuestra propia mente y consciencia, debe en nosotres implicar servir a la mente popular y a la consciencia colectiva, porque cada uno de nosotres es a su vez un conjunto social en el cual ninguno, por separado, tiene valor. Nuestro valor se conforma colectivamente, del mismo modo nuestra humanidad.




     VII.            John Ruskin

Aquí diremos que la concepción de Ruskin en teoría política es, también en principio, como alguna de las mencionadas recientemente en el punto precedente, acertadas. Ella consiste en la relación entre belleza y política. Buscar la belleza, sin duda alguna y por más subjetiva que pueda resultar en término, implica necesariamente hacer un mundo bello y, para ello, intervenirlo política y económicamente para tal fin. Entre la concepción de Ruskin y nuestra aspiración hacia un sistema comunista internacional no hay, en principio, ninguna contradicción. El comunismo será bello, o no será. La cuestión es metodológica.

Algo relevante es, en torno a la educación, la necesidad de proletarizar al estudiantado. Esto significa incluir en el programa de estudios manualidades propias del proletariado, por ejemplo, revocar una pared o arreglar una ruta, etc. No sólo es necesario y saludable para la vida ciudadana obrera saber utilizar la pluma, sino también el cemento.




     VIII.         William Morris

El entusiasmo por la idea medieval del oficio artesanal nos resulta interesante, en tanto no conforme un ideal totalizador, lo cual atentaría contra la clase proletaria y su aspiración a un mundo pleno de progreso obrero y equitativo. La idea es interesante en tanto parte del gran abanico de labores de nuestra clase. Especialmente, y esto debe resaltarse, cuando el trabajo es autogestionado. Porque, de lo contrario, surge una contradicción entre placer y explotación. Ya que el oficio artesanal desarrolla en el trabajador una sensibilidad y una habilidad que le habilita disfrutar de su labor, en tanto no rinda cuentas a la patronal y disponga a su vez de su tiempo, sin amo ni patrón. Esta sensibilidad, en el trabajo asalariado, queda reducida a nada a causa de la imposición dictatorial del régimen liberal; inclusive si se realizara un oficio artesanal bajo el manto del empresariado parásito, ya que este le consumiría al obrero no sólo su tiempo de vida, sino también su plusvalor.

Una idea con la que nos es inevitable acordar, es con la idea de compra no bajo la lógica del consumismo, signado por la esclavitud mediocre de la moda, sino bajo la lógica de la inversión. El sentido usado aquí de «inversión» tampoco es el usual, en el cual se pretende de la inversión obtener una ganancia monetaria, por ejemplo, con una venta a futura. Al contrario, el sentido aquí usado significa la obtención de un producto de calidad y a su vez duradero, cuya adquisición esté signada por nuestro auténtico gusto. De todos modos, como se habrá intuido, hay en esta concepción una ganancia monetaria indirecta, ya que al comprar algo de una vez que dure mucho tiempo, nos ahora el gasto de dinero en ese mismo objeto que, siendo barato y obsolescente, gastaríamos cada tanto, una y otra vez. A esto lo podríamos llamar virtud de consumo, en contraposición del defecto de consumo que rige la cultura consumista, heredera bastarda del capitalismo económico. Esto también se encuentra en correspondencia con la idea rousseauniana de la austeridad como libertad auténtica.

En lo que, evidentemente, no podríamos acordar jamás con Morris es en su idea que entendemos como de reformismo utópico para el funcionamiento de una «buena» economía: la educación del consumidor. Es infantil sostener que inculcándole al pueblo obrero un consumo moderado donde estén dispuestos a pagar altos precios por productos de primera calidad, llevaría al mismo pueblo obrero hacia la dicha en sus respectivos puestos de trabajo. Esto no explica para nada la existencia de la explotación en la jornada de trabajo asalariado impuesta por la clase patronal, la cual se haría más rica a costa de la explotación de la clase trabajadora, lo cual implica menos dicha, no más. El trabajo asalariado no puede ser nunca honorable, pretender que lo sea es como pretender que hay honor alguno en ser víctima de un robo.




     IX.               John Maynard Keynes

Las medidas keynesianas, propias del liberalismo moderno, responden a la lógica de la tercera posición, algo que podemos denominar: fascismo económico. Su oposición al libremercadismo fanático, y a la concepción comunista de la economía, lo ubicó en un punto medio cuyo equilibrio teórico no es más que una apariencia. Aquí recurriremos a una cita de Mario Roberto Santucho, quien supo acertar del siguiente modo: «no hay tercera posición entre explotados y explotadores». Nada más cierto, o se está con unos, o se está con otros. Sólo pueden ignorar esta disyuntiva política quienes, a su vez, ignoran la existencia histórica, constantemente actualizada, de la lucha de clases.

Los ataques que recibió de parte del neoliberalismo (el parasitismo intelectualoide de la Escuela [pseudocientífica] Austríaca) se debieron por la propensión hacia el desenfreno de la ideología libremercadista, y en oposición a esta crítica liberfascista, abrazon al keynesianismo las corrientes reformistas pequeñoburguesas y burguesas en el marco de la socialdemocracia. Gobierno de derecha, indudablemente, pero para los liberfascistas, que están más corridos aún a la derecha, llegando a conformar la ultraderecha, aquél era catalogado como «izquierda». Nada más alejado de la realidad. No obstante, cabe aclarar que entendemos a la derecha aquí en término amplio, del mismo modo a la izquierda, de modo que de un lado están todos aquellos que de algún modo concuerdan con el sistema capitalista (en su modo brutal o en posibilidad ficticia de su «humanización») mientras que entendemos a la izquierda como toda postura que sea, a priori, anticapitalista y busque la emancipación de la clase proletaria, siendo esta en tanto sujeto político quien ejerza y administre el poder del Estado de transición hacia el socialismo.

Si, por tanto, podemos caracterizar la economía liberal keynesiana (nótese que no señalamos, en este sentido, su aspecto social) como fascista, caracterizamos a la economía neoliberal (de la Escuela Austríaca o de Chicago) como neofascista. Nótese que los términos se corresponden. En cuanto a su aspecto social, el keynesianismo dista de las políticas fascistas, lo cual no significa que un gobierno keynesiano esté exento de utilizarlas, algo que a menudo sucede cuando reprimen a huelgas obreras o levantamientos populares. El aspecto social del keynesianismo es simplemente liberal, mientras que el aspecto social del neoliberalismo es liberfascista.




     X.                  Friedrich Hayek

Este intelectual reaccionario en materia de economía política, al notar el desastre del liberalismo, se planteó reformular conceptos bases del mismo, lo cual lo constituye en la corriente neoliberal.

Uno de esos conceptos bases de su ideología reaccionaria fue la «libertad», reformulándola de un modo sofista a tal punto de desidentificarla de la idea de democracia. Un punto de partida que se corresponde con el aspecto social del neoliberalismo: el liberfascismo. Esto, de hecho, fue lo que le permitió reivindicar las políticas económicas de la dictadura genocida de Pinochet en Chile en sus cartas con otra represora inglesa, conocida por su brutalidad como la Dama de Hierro.

La «libertad», término a secas y, por tanto, vago, para este reaccionario sólo era, y se basaba en, la «política que deliberadamente adopta la competencia, los mercados y los precios como sus principales ordenantes»[6]. Este pensamiento, préstese atención, es usual en la retórica liberfacha, ya que reducen el concepto vago de «libertad» a una generalización totalitaria de lo que la «libertad» supuestamente «es» y «debe ser»: una reducción falaz a una concepción meramente económica. Esta concepción economicista de la «libertad» planteada como la única concepción posible, resulta en una teoría totalitaria del neoliberalismo talibán, es decir, del aspecto más fanatizado del neoliberalismo mackarto (sí: el mackartismo es también un aspecto intrínseco de la doctrina neoliberal).

Para estos reaccionarios es el mercado el que garantiza la «libertad» individual, idea que conlleva en sí una predisposición a la enajenación, ya que de ella se infiere la identificación del pueblo obrero con la clase capitalista que domina el mercado, siendo que esta idea reaccionaria propone lo siguiente, entre líneas: si le va bien al patrón, le va bien al obrero. Una farsa que, a su vez, terminó implicando la equivocada teoría de la Doctrina del Shock, propia del neoliberalismo reaccionario de la Escuela de Chicago[7].

Estos talibanes del mercadismo a su vez señalaban que toda intervención estatal violenta ese concepto de «libertad» que ellos mismos inventaron. Esto es un ejercicio típico del sofismo. Matemáticamente equivaldría a decir que 1+2=4, ya que 1=2. Es decir, si 2 sigue siendo 2 y 1 no existe ya que pasó a ser redefinido como 2, entonces así, forzando los números en tanto metáfora aquí de conceptos, fácil es decir que dicha operación resulta en 4.

Mientras que el liberal Keynes centraba la cuestión en la demanda, el neoliberal Hayek hacía lo propio en la oferta. Como se ve, oferta y demanda es un punto en común con el liberalismo básico, lo cual significa que, a fin de cuentas, los extremos entre Keynes y Hayek se tocan.




     XI.               John Rawls

El gran aporte de Rawls consiste en dejar formulado un experimento mental en matería de teoría política para entender la existencia de injusticia socio-económica en todo mundo presente, denominado: the veil of ignorance (el velo de la ignorancia).

Si bien esto no resuelve el problema ni lo analiza científicamente como lo hace la ciencia marxista, nos ayuda a identificarlo de modo fehaciente a través de la experiencia directa, primera evidencia objetiva de la injusticia del mundo moderno (capitalista).

Este ejercicio de empatía política resulta en un valioso aporte para ayudar a desentrañar la alienación, siendo así una parte activa y necesaria del quehacer político militante del movimiento comunista internacional.


________________________________ [1] «He that complaineth of injury from his Sovereign, complaineth of that thereof he is the author himselfe; and therefore ought not to accuse any man but himselfe». [2] «coercing religious uniformity leads to far more social disorder than allowing diversity». [3] E. g. el descubrimiento en masa de la extracción de la plusvalía de parte de la clase burguesa a la clase proletaria, es decir, el darse cuenta del pueblo proletario del robo que le ejercen los capitalistas para acumular capital y ganancia a costa de la explotación del trabajo asalariado. [4] Nota aclaratoria: no se confunda la apelación psicológica con la causa subjetiva, lo que sería un problema individual. Nuestra perspectiva no enuncia aquello desde la ideología individualista, sino colectivista. El problema psicológico, por tanto, no es subjetivo sino objetivo, al menos, ante todo y en primera instancia. El problema es el capitalismo. El sistema socio-económico del Estado yanqui, corazón del sistema capitalista internacional, corrompe la salud mental de su pueblo a niveles lamentables. [5] «I went to the woods because I wished to live deliberately, to front only the essential facts of life. And see if I could not learn what it had to teach and not, when I came to die, discover that I had not lived». [6] «A policy which deliberately adopts competition, markets and prices as its ordering principles». [7] Chicagoboys, cuyo máximo exponente fue el delirante de Milton Friedman, quien también ofició como asesor del dictador Pinochet.

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