Apuntes sobre teorÃa polÃtica desde una perspectiva comunista
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I. Nicolás Maquiavelo
La condición despreciable de la politiquerÃa burguesa, propia de la democracia liberal, que asombra hasta el dÃa de hoy a las sociedades al punto de ganarse su desprecio, logró captar la atención de Nicolás Maquiavelo quien sostenÃa que esta cualidad es, en realidad, indivisible del quehacer polÃtico en cualquiera de sus formas de la institución estatal.
La hipocresÃa, la mentira, la manipulación demagoga de los pueblos, la corrupción moral e inclusive la económica no son objetos de juicio válido para adjudicarle a un polÃtico de institución. Es decir, el juicio sobre un funcionario polÃtico, desde una perspectiva maquiavélica, no debe ser moral, al menos en el sentido tradicional en el que entendemos la moral, ligada propiamente a las valoraciones religiosas, por ejemplo, la moralidad cristiana; en todo caso, podrÃamos hablar, partiendo de dicha perspectiva, implicando una especie de nueva categorÃa moral, la moral estatal. Si se acepta el término, la moral estatal es la que, inevitablemente, posee un funcionario polÃtico, como un presidente o una presidenta, y a partir de esta es que debe ser juzgado moralmente para concluir si fue o no apto para el cargo de Estado.
Cabe aclarar que las cualidades negativas recientemente mencionadas son irrelevantes para el maquiavelismo en tanto no afecten el «buen» funcionamiento de la maquinaria estatal, es decir, su sentido de «bien» en su moral estatal, de modo que no afecte la efectividad del Estado en sus funciones de gobernanza: orden económico y paz social, básicamente, de lo contrario, pasarÃa a ser este un «mal» polÃtico en su categorÃa de moral estatal, ya que conducirÃa al Estado a la crisis polÃtica, social y/o económica.
Las buenas formas son, por tanto, también irrelevantes para defender y enriquecer al Estado, incluso para brindarle honor, gloria y prestigio. Esto hoy dÃa podemos traducirlo por pragmatismo. Condición propia de la politiquerÃa burguesa que obra en busca de un equilibrio de gobernanza a través de su practicidad entre las partes en pugna de una sociedad, diversos sectores o, en definitiva, las clases sociales por antonomasia: la burguesÃa y el proletariado.
Efectividad mata amabilidad, dirÃa una máxima maquiavélica. A partir de este punto, si se acepta, se pasarÃa a abandonar el estado de irritabilidad contra el funcionariado polÃtico a abrazar el efectismo del mismo, omitiendo las malas formas. Esto, a nuestro juicio, puede sobrealienar a las masas. Es decir, si despojados de esta perspectiva cuya familiaridad con el pesimismo polÃtico parece evidente, un pueblo no abandona su irritabilidad contra sus representantes y aun asà los legitima constantemente mediante el teatro de las elecciones (la farsa de la democracia liberal), aceptando esta perspectiva se linda el pesimismo polÃtico que les obligarÃa a admitir la condición moralmente nefasta de sus representantes, pero omitirla en favor de un juicio a parte, el juicio de la moral de estado. Esta sobrealienación darÃa pie a justificar aberraciones propias de la polÃtica interna, como represiones al pueblo y demás actos injustos que, en nombre del efectismo pragmático, tendrÃan legitimidad social. A partir de esta moral polÃtica de un modelo polÃtico especÃfico, yacerÃa en latencia la potencialidad de un modelo todavÃa más especÃfico: el totalitarismo.
Dejando de lado nuestra perspectiva sobre la condición totalitaria del sistema capitalista, y tomando por un momento la concepción hegemónica de la misma, bajo el maquiavelismo hoy en dÃa los mismos polÃticos liberales que gobiernan y se beneficiarÃan de la misma postura deberÃan aplicarla para sus adversarios de la geopolÃtica, por ejemplo, admitir la moral de estado aceptable en Irán, la RPDC, la República Bolivariana de Venezuela, etc. El régimen de EE.UU., por nombrar la potencia que es capital no sólo del capitalismo internacional sino también de la hegemonÃa cultural globalizada [consumismo], adquiere una condición de submaquiavelismo, al abrazar la hipocresÃa polÃtica, ya que condena Estados opositores con argumentos humanistas, pero no hace lo mismo con Estados aliados que violentan los principios de dichos argumentos, como Arabia Saudita. Esta hipocresÃa está contemplada por el maquiavelismo y la admite en tanto no forma parte de la moral de estado, cuyo juico acontece por otro lado. No obstante, un mandatario reciente que logró aplicar, al menos en hechos y alguna que otras palabras, el maquiavelismo, fue el republicano Donald Trump que, tras visitar a la RPDC, pronunció su admiración por el LÃder norcoreano, ya que, según el propio Trump, mantiene contento a su pueblo y le respetan. En esta acción, Trump está aplicando maquiavelismo puro: renunció a denunciar a su adversario polÃtico de la geopolÃtica mediante una moral cristiana, sino que lo alabó mediante una moral estatal. Sin embargo, no nos engañemos, no deja de ser hipócrita, puesto que prosiguió la lÃnea estatal de su nación de no violentar las relaciones diplomáticas con Estados aliados que son nefastos por su alto contenido de opresión, como lo es, en efecto, Arabia Saudita.
Dicho esto, se podrá pensar que, aunque reine la hipocresÃa en la geopolÃtica capitalista, es altamente probable que sus mandatarios y mandatarias sean intrÃnsecamente maquiavélicos aún hasta el dÃa de hoy, aunque no lo admitan propiamente ni en palabras ni hechos, como Trump. Esta distinción de las formas es sólo una de las que le permitió a Trump hacer carrera polÃtica con el discurso demagogo de llegar al poder para desplazar a «la élite»; el hacerse una imagen de «el distinto», en tanto el resto son «lo mismo», en cuanto eso mismo de la vida polÃtica de Estado es parte de la misma degeneración de su polÃtica, lo que mantiene en constante estado de irritabilidad a un pueblo. Esta cualidad de «distinto», que a nuestro juicio no es más que una mera imagen prefabricada por think tanks liberales y neofascistas, es la que está siendo extremadamente explotada en nuestro tiempo por la politiquerÃa burguesa de derecha y de extrema-derecha.
Otro punto a destacar de la perspectiva maquiavélica es la imposibilidad de la conciliación ontológica entre ser un «buen» polÃtico, en su perspectiva, y al mismo tiempo una buena persona, en la perspectiva de la moral cristiana. Ambas concepciones de «bien» son irreconciliables, siendo asà categorÃas morales de moralidades opuestas. O se es uno, o se es otro.
En nuestra perspectiva crÃtica, no estamos de acuerdo con ese punto de vista, ya que, sostendremos a continuación, se puede ser al mismo tiempo una «buena» persona en un sentido moral religioso o culturalmente aceptado, y un «buen» polÃtico en términos generales, más bien, en términos de clase. Ya que los términos generales en polÃtica son propios del centrismo reformista que en realidad nunca es centrista, sino que termina jugando para la burguesÃa. En términos de clase, un «buen» polÃtico lo es en tanto para su propia clase, para la clase antagónica nunca podrá ser «bueno».
El arte permite la distinción entre obra y autor porque, en pocas palabras, la obra tiene entidad por sà misma, por fuera del artista en tanto creador. En polÃtica no. El polÃtico en tanto funcionario, es decir, el hacedor de polÃtica institucional sea opositor u oficialista, lo que hace o dice no puede ser escindido de su persona. La actividad polÃtica no es como pintar un cuadro o escribir un libro. De hecho, en polÃtica institucional más que nunca «lo personal es polÃtico».
Si un polÃtico impulsa una ley que habilite la venta de órganos, lo hace en tanto persona, porque es un personaje polÃtico, no hay posibilidad de escisión. Es imposible, por ejemplo, que se pueda separar la obra polÃtica de un polÃtico, por ejemplo, de un polÃtico fundamentalista islámico que gobierna mediante la Sharia. Un libro es una voz, no una ley; pero un libro que es a su vez ley, como una constitución, afecta la vida de las personas directamente y de manera fehaciente, de modo que sus hacedores (polÃticos de Estado) no pueden escindirse de lo que redactaron.
Esto lo comprendieron bien los bolcheviques o los campesinos y comerciantes de la Francia de Robespierre y Louis de Saint-Just que, enhorabuena, decidieron dividir al polÃtico monárquico de su obra mediante una guillotina, única posibilidad de escisión.
El accionar polÃtico de una persona habla de su ética. Ahora bien, si un polÃtico nefasto promoviera eventualmente una ley beneficiosa para la población, ¿serÃa razonable su derogación? Una ley beneficiosa lo es independientemente de su autorÃa. Este, por ejemplo, es el criterio del FIT-U a la hora de votar una ley, cosa que los macristas liberales no comprenden y, en consecuencia, concluyen que se «votan leyes K».
Sin embargo, esta observación no contradice lo que planteamos. Un polÃtico nefasto, lo es independientemente de cuanta ley beneficiosa pueda sacar, porque si lo entendemos como nefasto, entonces entendemos que sacó también leyes nefastas, de lo contrario, no serÃa un polÃtico nefasto.
Ejemplifiquemos la observación: un polÃtico que saca todas leyes beneficiosas, pero en su vida privada es un pederasta. Eso lo harÃa «mala persona» y a su vez «buen polÃtico». Bien, aquà nos acercamos a la perspectiva maquiavélica que consideraba que es irreconciliable ser «buen» polÃtico y a su vez «buena» persona. O se es una cosa o la otra. Quienes no acordamos con el maquiavelismo, sostendrÃamos, estimo, que es indivisible la obra polÃtica de su persona, lo cual implica su viceversa. En el ejemplo mencionado, el polÃtico en cuestión serÃa nefasto, porque aunque no haya sacado leyes maliciosas o perjudiciales (lo perjudicial en polÃtica a menudo es polémico porque siempre se afectan uno u otros intereses de clase), su accionar de vida al ser representante de Estado y de su sociedad es a su vez un accionar polÃtico mucho más importante que el accionar personal que también es polÃtico de un random, porque al ser figura pública, un «representante del pueblo», sus acciones y sus palabras toman una dimensión magnificada que, quiérase o no, obra como ejemplo social. Y, acordamos, nadie quiere como ejemplo social la pederastÃa u otra acción nefasta y reprochable, un modo de obrar que por su investidura es a priori un «ejemplo a ser», es decir, que invita a validar dicha acción, legitimándola desde la moral polÃtica, y esto, en este ejemplo, es particularmente nefasto.
Otro punto que nos interesa es el siguiente: si la moral estatal para resguardar el orden de Estado, un orden injusto desde nuestra perspectiva marxista, es necesaria para el maquiavelismo, debe resguardarlo de las amenazas internas y externas. Esto es siempre un peligro porque dichas «amenazas» contienen de por sà una valoración subjetiva. Lo que para un representante puede ser una amenaza, puede no serlo para otro. ¿Dónde encontrar, entonces, la diferencia, si acaso no podemos eliminar esta concepción de «amenaza»? La diferencia es nuestra llave conceptual para todo análisis polÃtico, social y económico: la clase social.
Para un representante de la clase burguesa, estar rodeado de paÃses que incursionan en un modelo socialista puede resultar una amenaza, pero para un representante de la clase proletaria, no; empero si este mismo que observa cómo el imperialismo yanqui que le rodea olfatea los recursos naturales de su paÃs, puede también resultar en una amenaza.
El problema de la amenaza interna tiene otro nivel de peligrosidad, porque la amenaza externa percibida puede solucionarse eventualmente mediante las relaciones diplomáticas entre los Estados contendientes, pero en una situación interna, no siempre el sector social contendiente está representado para oficiar posibles negociaciones. En esta imposibilidad, el gobernante, si es maquiavélico, puede justificar la persecución de un sector social de la población por considerarlo partÃcipe activo de la contienda, de incitador e, inclusive, de organizador. Estos métodos de represión estatal de parte de regÃmenes liberales que ven amenazados el orden social injusto que construyeron, emergen en las situaciones de crisis nacional a causa de la devastación polÃtica, social y económica que los representantes de la burguesÃa, uno tras otro, supieron conseguir en el gobierno. Algo asà sucedió en Argentina, o en Chile, o en otra dictadura latinoamericana orquestada por el imperialismo yanqui, cuando las dictaduras liberales dieron un paso más en la represión estatal y se animaron a ejercer la persecución polÃtica contra sus adversarios polÃticos de su misma «patria», ciudadanos de Estado que hicieron uso de su derecho inalienable de la participación polÃtica activa. Esto, en nuestro paÃs, llevó a la desaparición de 30.000 compañeros y compañeras de la República Argentina.
Por consiguiente, ¿puede ser necesario en ciertas condiciones objetivas el concepto de «amenaza interna» o debemos buscar su anulación lógica? Si abordamos el problema desde una perspectiva de clase, estimo que no podrÃamos desentendernos de la posibilidad de una amenaza interna en condiciones revolucionarias de relativa estabilidad aún con el pueblo obrero movilizado, o en condiciones de guerra civil revolucionaria. Esto, en un gobierno de trabajadores, es altamente probable que la reacción conservadora y la burguesÃa cipaya busquen atentar contra nuestra clase de un modo u otro, y nosotres deberÃamos reprimir esos atentados y, por tanto, a sus instigadores y partÃcipes de hecho. SerÃa ridÃculo, por ejemplo, que nos dejemos matar uno por uno por la mano fascista de la burguesÃa organizada. Esto nos lleva a una conclusión al paso: hay lucha de clases y no la inventamos nosotres, Marx y Engels la descubrieron al analizar la Historia; es, en este sentido, casi inevitable que dicha lucha devenga en una guerra civil revolucionaria. ¿Por qué revolucionaria? Porque dependerá de la victoria de nuestra clase para consolidar la revolución socialista. ¿Y por qué «casi» inevitable? Porque esto no es una ley fÃsica y, por tanto o mejor dicho, no es una ley fÃsica que la burguesÃa entregue el poder sin luchar. Generalmente, la Historia por inducción nos dice que la burguesÃa no se rinde jamás y presenta una guerra devastadora para conseguir mantener su poder (medios de producción y propiedad de la tierra), pero ciertamente podrÃa suceder que alguna burguesÃa entregue el poder sin desarrollar una lucha sangrienta, aunque esta posibilidad es, en una estadÃstica histórica, una suerte de un 1%. Casualmente, podrÃamos afirmar, el mismo porcentaje de la clase capitalista que oprime al restante 99% de la clase laburante.
En tiempo de relativa paz (en el capitalismo la paz es ficción), la concepción de «amenaza interna» no deberÃa tener lugar. Ni en un gobierno burgués ni en un gobierno obrero, en tanto la lucha de clases no se haya acentuado. De lo contrario, estamos en condiciones de admitir, si es válido para nosotres utilizar el concepto cuando la burguesÃa orquesta terrorismo contra nuestra clase en el poder, entonces, es válido para ellos utilizarla cuando somos nosotres que, en una condición prerrevolucionaria y revolucionaria, amenazamos el orden social injusto del poder burgués. Ellos serán, a su vez, nuestro propio enemigo interno.
La «virtud criminal» es inherente a todo Estado capitalista, asà como lo es su natural predisposición hacia la corrupción económica. Esto se gana nuestra desaprobación en regÃmenes de relativa paz, donde el Estado liberal hace uso de su criminalidad para reprimir a las masas populares que se levantan contra él. Sin embargo, en una condición revolucionaria, o de guerra civil, esto es lo que podemos identificar como una fase previa a la etapa del terror. Disciplinar mediante la violencia a la reacción que la comenzó utilizando contra nuestra clase es, a todas luces, nuestro derecho legÃtimo a la defensa polÃtica.
Mientras el maquiavelismo la defiende en una utilización extensiva, donde es necesaria incluso para regÃmenes de relativa paz, nosotres, en cambio, la defendemos en una utilización intensiva, donde es necesaria en condiciones revolucionarias contra la reacción conservadora.
II. Thomas Hobbes
Habiendo nombrado en el punto anterior la inevitabilidad de la guerra civil revolucionaria, intentaremos refutar aquà el punto de vista de Hobbes que señalaremos como temeroso.
El hecho de que Hobbes haya sido contemporáneo de la década en la cual sucedieron las tres guerras civiles inglesas que enfrentaban las fuerzas realistas y parlamentarias, tornó a este en un temerario y, por extensión lógica, el núcleo de su argumentación parte del temor.
¿Puede surgir algo «bueno» del miedo o no surge nada más que «mal»? Estas categorÃas morales son a modo de ilustración, donde podemos recordar alguna escena de Star Wars donde Yoda explica una inducción lógica que plantea que del miedo emerge la oscuridad. Nosotres no podemos estar más de acuerdo.
En la filosofÃa polÃtica temerosa de Hobbes se argumenta la necesidad de la obediencia civil a sus respectivos gobiernos aún si estos son imperfectos o tiránicos a fines de evitar el caos social y las matanzas. Básicamente, esto se resume en adoptar la sumisión polÃtica para evitar la potencialidad de una guerra civil cruenta. ¿Qué guerra civil no es cruenta? Es decir, ¿qué guerra no lo es? El fin de Hobbes niega la realidad inevitable de la conclusión de la lucha de clases. Antes que lucha, esta perspectiva preferirÃa la conciliación. Todo sea por evitar seguir el camino que nos conduce a la «guerra» de clases.
Esto, de más está decir, es lo que realizan todos los gobiernos maquiavélicos a fines de mantener su orden socioeconómico injusto. En Chile, por ejemplo, Allende pudo haber presentido este destino polÃtico al que se encaminaba, pero al optar por negarlo ingenuamente, terminó debilitado y tumbado por la contrarrevolución. Lo mismo Perón en Argentina, que, si bien no era socialista, su peldaño polÃtico podrÃa haberse considerado la profundización de una revolución democrático-burguesa que librarÃa de obstáculos el camino inevitable hacia el que se encaminaba de haber presentado batalla en 1955: el socialismo revolucionario. Estas dubitaciones polÃticas debilitaron a sus gobiernos bienintencionados que, de haber aceptado el destino de la lucha definitiva, podrÃan haberse preparado fuertemente contra la reacción conservadora y presentarles batalla. ¿HabrÃa costado sangre? Seguramente, pero el diario del lunes no era desconocido para los marxistas de la época, se sabÃa: habrÃa sangre de todos modos. Y asà fue, e inclusive hasta el dÃa de hoy se perpetúan las injusticias de aquella victoria conservadora del cipayismo argentino: de 1955 a la década del 60 se sucedieron en tan sólo 5 y 15 años gobiernos militares y tÃteres que reprimÃan con plomo a la clase obrera, y entrando en 1970 las vanguardias del proletariado se cansaron de recibir siempre el golpe en la mejilla y se armaron; de ahà a 6 años se acrecentó la crisis económica a la cual nos llevaron los milicos liberales hasta que decidieron dar un Golpe de Estado definitivo que nos costó 30 mil compañeros detenidos-desaparecidos que lamentamos hasta el dÃa de hoy. De ahÃ, la guerra a Malvinas en tan sólo otros 6 años, para evitar la caÃda de la dictadura liberal argentina que cayó de todos modos, luego, la validación de la deuda militar genocida de parte del pequeñoburgués AlfonsÃn, y en consecuencia, la hiperinflación; luego, la llegada de la profundización de la crisis y la acentuación de la brecha de clases: el menemismo neoliberal y entreguista, esta era la nueva década infame; dos gobiernos del menemato y luego la socialdemocracia neoliberal con la continuidad del politiquero fracasado Cavallo, y de ahà al año 2001, la crisis nuevamente y el estallido social; la irrupción del presidente Kirchner y la posterior consolidación del neoperonismo: el «kirchnerismo» y, casi al mismo tiempo, la consolidación de su oposición liberal: el «macrismo»; de ahà la llamada «grieta» que se perpetúa hasta el dÃa de hoy, y gobierno burgués tras gobierno burgués desde la caÃda de la dictadura genocida de la burguesÃa, fue fracaso tras fracaso validando cada uno la deuda odiosa del FMI, organismo de terrorismo financiero internacional legitimado. La lucha de clases continúa, y si estamos preparades para ello podremos afrontarla con mayor eficacia. Los gobiernos burgueses están lejos de aceptarla porque, de entrada, ni siquiera creen en la lucha de clases; por lo tanto, están polÃticamente destinados al fracaso.
El miedo en Hobbes es la antitética del guerrero, del obrero devenido en soldado. Es, más bien, la ética del esclavo, la moral del confort, ya que ubica en el pedestal de la importancia el bienestar superficial y la ficción de la comodidad con tal de evitar a toda costa el compromiso inevitable de la lucha polÃtica.
En cuanto al contrato social, necesario, en parte, en los perÃodos de relativa paz donde la alienación de las sociedades asalariadas tiende a buscar el simple bienestar social, se le debe entender también necesario para actualizar la consciencia obrera y popular que dé cuenta que el poder efectivo radica en última instancia en el pueblo obrero. De este modo se desprende una premisa que debe ser adoptada por las masas: la necesidad de la revocación popular de un mandato si este no cumplió su parte en el contrato social con el pueblo asalariado. De lo contrario, entra en vigor la legÃtima defensa del pueblo obrero, cuyo poder popular debe expresarse mediante la rebelión obrera, la huelga general, los cortes de calle y de rutas, el bloqueo de camiones y de accesos de relevancia, en definitiva, un levantamiento popular y, de ser necesario, la insurgencia armada.
El temor de Hobbes ante el confrontamiento lo llevó a prefabricar un argumento endeble: sin gobierno se retrocede al «estado de naturaleza» donde predomina el caos social y la infamia, una suerte de paso hacia atrás de la civilidad hacia la animalidad como consecuencia de la falta de autoridad recién demolida. Nada más falso, y es que esta perspectiva temerosa no pudo ser capaz de imaginar un nuevo mundo. No pudo observar la enorme potencialidad que radica en el homo sapiens: el ser social cuya entidad sociable le permitirÃa organizarse colectivamente en una nueva forma de gobierno, por ejemplo, en un gobierno obrero.
El punto de vista temeroso parece no concebir a la autoridad como alguien más de dos, como si debiera ser un monarca o un gobernante, cuando, en realidad, la autoridad está implÃcita en la premisa que acepta: el contrato social. Si hay contrato, es porque una de las partes tiene autoridad para ejercerlo. Esa autoridad es el pueblo trabajador. Si nuestra clase firmó ese contrato implÃcitamente, implÃcitamente podemos destruirlo y reformular nuestro propio contrato social de clase.
Es menester mencionar que, además, la civilización rebelada no podrÃa aceptar a resignarse a dar un paso atrás, al contrario, entenderÃa que romper contra la forma de gobierno burguesa es dar un paso hacia adelante, totalmente lejos del «estado de naturaleza», e impulsados por la necesidad de vivir «bien», se verÃan obligados material y moralmente a conformar un nuevo gobierno popular que no implique un retroceso en sus niveles de vida alcanzados hasta el momento por su civilidad y civilización. La autogestión y organización colectiva serÃa irremediable.
«Si los hombres podrÃan gobernarse a sà mismo, no habrÃa ninguna necesidad de un poder superior coercitivo». La mayor desgracia de esta conclusión radica en todo lo que ella esconde. Niega la potencialidad como si fuera una ley de la fÃsica que, matemáticamente, no admite discusión. Nada más alejado de la verdad. La potencialidad del autogobierno es real. No obstante, los diversos motivos de alienación surgidos a partir de las derrotas populares en la pugna por el poder han hecho de los vencidos adquirir moralidades del vencedor naturalizándolas, he aquà la hegemonÃa. Superar esta desventura histórica llevará su tiempo, pero no consolida para nada una imposibilidad, ergo, la «necesidad» de gobernanza representativa [el «poder superior coercitivo»] es contingente, no necesaria.
En esta lÃnea, podemos acordar, sólo en parte, en que la queja contra el soberano[1] es una queja contra nosotres mismes; pero lo es en parte porque lo es en un sentido filosófico-polÃtico. Es decir, si ciertamente en esa instancia de contingencia podrÃamos autogobernarnos, no estarÃamos despotricando contra el soberano. Nuestro derecho a despotricarle parte del hecho de que es él quien gobierna, y, por tanto, quien debe garantizar aquello por lo cual fue electo. Al mismo tiempo, es necesaria la militancia polÃtica y el sentido del compromiso polÃtico para continuar afianzando el sentido del autogobierno obrero, esto es, la dictadura del proletariado como elemento gobernante de transición en el marco de una «revolución permanente» para pasar, internacionalmente, a conformar un sistema internacional comunista sin Estados ni clases sociales.
Por otro lado, hacer esa parte de la lÃnea susodicha un todo, es caer en una trampa polÃtica que excusa la inoperancia o la inutilidad de un soberano sólo porque en el contexto establecido no está gobernando nuestra clase social organizada. Es decir, no tendrÃa sentido criticarnos a nosotres por la necedad del gobernante, porque aún si aceptamos que no podemos o sabemos gobernar, se supone que el gobernante, el soberano, está en su puesto porque, a diferencia nuestra, sabe hacerlo. Entonces, con más razón nuestra crÃtica, nuestra queja, está justificada, aunque todavÃa no estemos nosotres en el poder. El absurdo serÃa insistir en que nuestra crÃtica es una autocrÃtica, si se nos pretendiese convencer que, en realidad, nadie está debidamente calificado para gobernar, de modo que quienes ostenten el rol del soberano lo harán merecedores de crÃtica inevitablemente y que por tanto no serÃa justo criticarlos si nos sabemos todos imperfectos, ya que ellos, al menos, estarÃan en condiciones sea por voluntad o casta, de tomar las riendas del poder. Esto es ridÃculo, porque su fundamentación, por demás propia del pesimismo polÃtico, nos escinde a nosotres en tanto individuos obreros, del gobernante en tanto individualidad soberana, en dos conjuntos: los que gobiernan y los que no. Esta división nos ubica en los que no gobernamos, y partiendo de la concepción de imposibilidad de Hobbes, nunca podrÃamos hacerlo. Este sesgo tiene tanto más de ignorancia que de ideologÃa.
Hoy en dÃa, sin embargo, se nos podrá argumentar a favor de una actualización de Hobbes al replicarnos que, a diferencia de la imposibilidad aceptada, se nos acepta la posibilidad, pero al mismo tiempo se nos enuncia que no hay escisión por conjuntos y que cada uno de nos, que no gobernamos, podrÃamos hacerlo si nos lo propusiéramos mediante nuestra voluntad polÃtica. Esto es en parte cierto, ya que se debe a los progresos de la democracia liberal, pero en parte no, porque dicha democracia es un teatro donde la ficción queda establecida por sus titiriteros: el poder económico de la burguesÃa. Quizás, entonces, sea más cierto enunciar, desprovisto de todo engaño, que probablemente todes podamos presentarnos a elecciones tras conformar nuestros respectivos partidos, pero difÃcilmente podamos ganar sin el apoyo económico de la burguesÃa, algo que nunca tendremos si nuestro programa se basa, justamente, en su derrocamiento. Es por esta razón que nuestra aspiración al poder se inspira en el anhelo de la insurrección de masas, orquestada por la irrupción de un Partido revolucionario de nuestra propia clase social como un actor polÃtico en la escena nacional, también continental y luego mundial; no por las urnas, que son necesarias sólo para las batallas cotidianas a través del parlamento y su visibilización, pero sabiéndolas limitadas para el acceso al poder.
Finalmente, la protección y la obediencia en Hobbes son cosmovisiones erguidas del temor. Quien tiene miedo tiene que obedecer para no adentrarse en las sombras, y en su condición temerosa debe protegérsele de la oscuridad. Esto no puede ser llamado de otro modo que una teorÃa polÃtica del esclavo o la filosofÃa polÃtica del temor.
III. John Locke
Es imprescindible, aquÃ, destacar la libertad de culto religiosa a partir de su tolerancia. La tolerancia no sólo surge a partir de una concepción religiosa en relación a otra, punto de partida en el cual parece situarse Locke[2], sino que también, desde nuestro punto de vista, debe surgir desde el ateÃsmo, inclusive del ateÃsmo militante. Entiéndase, a su vez, la tolerancia a las múltiples religiones respecto a la posición que debe adoptar un Estado para no incurrir en una injusticia represiva.
Si bien nosotres, desde el marxismo-leninismo-trotskysta concebimos a la religión como el opio de los pueblos, no podemos doblegar ni manipular las mentes, y aun si pudiésemos, no serÃa ético. Debemos apuntar hacia la militancia racional contra la argumentación religiosa, raciocinio que irá cobrando fuerza a medida que avance el progreso cientÃfico en la historia.
Si, por otro lado, en alguna instancia un movimiento religioso se armara contra nosotros, no deberemos confundir la represión necesaria contra dicho movimiento en nuestra legÃtima defensa, con la represión a la creencia de la cual dicho movimiento hace uso. En la actualidad podemos observar esto respecto a DAESH y su relación arbitraria con el islam. ¿Hace DAESH la represión necesaria de la religión musulmana? No. Es necesario reprimir mediante la fuerza a DAESH, mas no de este modo a la religión del islam. Los pensamientos y los deseos de las personas son un refugio de libertad incondicional, pretender reprimirlos serÃa una total necedad. Pueden, en cambio, surgir problemas cuando dichos pensamientos o deseos se convierten en palabra oral o escrita o directamente en propaganda que atente contra la integridad fÃsica de un grupo social, o que promueva el terrorismo o la instigación al delito contra la humanidad de un individuo o un colectivo.
No obstante, no consideraremos represión a aquella que no sea fÃsica, es decir, mediante la fuerza. La represión lo es tal en tanto haga uso de la fuerza, de lo contrario, la palabra es otra, por ejemplo: desfinanciación. En este sentido, estamos de acuerdo con desfinanciar toda institución religiosa, separarla definitivamente del Estado. Las instituciones religiosas que deban querer mantenerse en pie, tendrán libertad de hacerlo en tanto tengan los medios necesarios para ello, sin que el Estado invierta ni un centavo en su mantenimiento. Considerando esto, podemos establecer que aun cuando no haya institución religiosa alguna, quien quiera podrá ejercer su religión desde su mente, es decir, podrá creer lo que quiera, esto es, libertad de culto. Por supuesto, aspiramos a que sea totalmente prohibida la enseñanza religiosa en los colegios y en las universidades estatales, o, si se me permite, una prohibición tácita, ya que también aspiramos a que no exista la educación privada, de modo que, si toda educación es pública, no serÃa necesario que el Estado explicite que está prohibida la enseñanza religiosa, ya que serÃa absurdo que se prohÃba algo a sà mismo.
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de esta tolerancia? Locke lo fundamenta a partir de esta premisa: because Earthly judges, the state in particular, and human beings in general, cannot dependably evaluate the truth-claims of competing religious standpoints. Luego, enuncia lo que decÃamos sobre la necedad de establecer creencias o anularlas mediante la represión, que es, evidentemente, de común sentido: even if they could, enforcing a single «true religion» would not work, because you can’t be compelled into belief throught violence.
En cuanto al Estado teleológico de Locke, aquel cuyo fin último es preservar la vida tranquila y confortable [perseverar un Estado de confort], nuestra teleologÃa estatal, de adoptar una, debiera ser devenir anulación. Esto quiere decir, que, en nuestros términos, el Estado en tanto Estado de transición, no es más que un Estado que aspira a desaparecer, no sólo él mismo, sino en conjunto con el resto de los Estados para dar paso hacia un nuevo sistema internacional: el comunismo.
Aún en este conservadurismo de Locke en cuanto a su teleologÃa estatal, podemos estar de acuerdo en que, tenga un fin u otro, el Estado es ajeno totalmente al bien de las «almas humanas». Digamos, si algo asà existiese, sin duda alguna escapa las relaciones de Estado. Un organismo material, una institución fÃsica, nada tiene que hacer con un organismo inmaterial, organismos metafÃsicos en tanto bienes que no podemos poseer y se nos escapan de nuestras manos, metafórica y literalmente. En otras palabras, al Estado le conciernen las personas, sus cuerpos fÃsicos, no sus supuestas almas.
Otra cuestión que merecemos destacar de Locke para discernir de ella, es su afirmación de «derechos naturales» que no pueden cederse a los gobernantes. Todo se puede ceder, aunque sea impráctico o impensable por nosotres hoy, pero este punto no nos interesa, sino el hecho de resaltar que, independientemente de esto, el iusnaturalismo es en sà misma una farsa, porque lo que se considera natural no es obra de la naturaleza sino de la metafÃsica. Puesto que hablamos de «lo que se considera», no de hechos fÃsicos. Las consideraciones son, a priori, abstractas. Es, en terminologÃa nietzscheana, una «interpretación» de la naturaleza, no una observación de la misma. Considerando, además, la enorme multiplicidad del mundo natural, lo cual significa que, si quisiéramos observar algo arbitrariamente de ella para establecer un punto de vista, podrÃamos hacerlo, y, como se estará previendo, no serÃa serio. Un ejemplo de esto que devino en un absurdo fue la argumentación religiosa que rezaba que era «antinatural» la homosexualidad, que en el reino animal la unión sexual y la atracción se daba por elementos de sexos opuestos, algo que la ciencia desmintió contundentemente, llegándose a evidenciar la presencia de la homosexualidad en el reino animal. Los liberales, por ejemplo, utilizan la observación de propiedad en la naturaleza que implica la concepción de «propiedad privada» como «derecho natural», sin embargo, basta sólo un ejemplo nómada o similar de anulación del sentido de propiedad en el reino animal para demoler la creencia iusnaturalista liberal en este sentido.
Locke también parece considerar el derrocamiento de un gobierno lÃcito para un pueblo sólo cuando aquél lo violentara, es decir, cuando se convierta en una tiranÃa. Cuando el pueblo entiende que le están tomando más derechos de los que le cede, produciéndose asà un Estado de injusticia. Sin embargo, nos, como marxistas, no podemos limitarnos a este punto que, claramente, apoyamos. Siendo asÃ, establecemos que el punto de referencia no es la aparición de un tirano, sino la existencia misma de la voluntad popular. Esto significa que, si el pueblo obrero decide, por razones que, suponemos, implican un descubrimiento[3] en el gobierno con el que no están de acuerdo, tumbar a un gobernante, están en su pleno derecho de hacerlo, aunque no sea un tirano. La sola existencia de la voluntad de poder del pueblo obrero torna lÃcito su derecho al derrocamiento gubernamental en cualquier instancia. Una sociedad obrera «cede» derechos y por esa misma acción cuando quiera puede recuperarlos. Este acto de cedimiento no es un regalo, es un contrato [social]: en este sentido quien da tiene el derecho de retirar. El «contrato social» no es un contrato jurÃdico que cada ciudadano obrero firmó en un papel, por el cual cada cual en tanto sociedad no puede romperlo, es un contrato indirecto, no hay papel firmado por ningún ciudadano y mucho menos por el cuerpo social (por una sociedad en tanto un todo, orgánica, como la entendÃa Durkheim), de modo tal que no puede considerarse ni ilÃcito ni ilegal bajo ningún sentido la ruptura social de este contrato por la fuerza de la sociedad signada por su voluntad. Al contrario, la ruptura del contrato social es totalmente legÃtima. Los pueblos obreros del mundo tienen un derecho inalienable a la rebelión. No nos confundamos, este derecho inalienable no es natural, sino moral. El poder, en última instancia, le corresponde a un pueblo trabajador, por lo tanto, sólo el pueblo trabajador puede ejercerlo.
De lo dicho se desprende un tema que nunca está rodeado de polémica: la sociedad yanqui armada cuyo derecho a portar armas parte de la cosmovisión polÃtica constitucional fuertemente influencia por Locke, estableciendo que la población siempre tiene derecho a derrocar a un gobierno injusto. Hasta aquà no vemos nada polémico, la polémica surge cuando contrastamos esta teorÃa con la realidad estadounidense donde cada dos por tres un sujeto armado comete crÃmenes aberrantes con armas fácilmente conseguidas. ¿Es necesario prohibir las armas por esto? Según lo que hemos dicho, no; ¿y es al menos necesario restringirlas? Probablemente; al parecer, la polÃtica de Estado del imperialismo es bastante laxa y permisiva respecto a la obtención de armas por su pueblo, llegando al punto que inclusive personas con evidentes desórdenes psicológicos pueden obtener un fusil. ¿Estamos diciendo que si fuesen personas razonables y adultas las que tienen un fácil acceso a las armas no ocurrirÃan tragedias? También probablemente, o al menos probablemente serÃan considerablemente menores en cantidad. Esto nos hace considerar una conclusión provisoria de común sentido: el problema de las masacres no es el acceso a las armas sino la causa del desorden psicológico[4] de quienes acceden a ella y cometen un crimen. El problema, desde este punto de vista, es sin duda una consecuencia de la desidia del Estado yanqui que maltrata la salud mental de su pueblo y al mismo tiempo la desentiende.
Otro aspecto importante que Locke nos inspira a debatir es la cuestión de la educación. Sin duda alguna la temprana educación es influyente, aunque dudamos de que sea determinante, siendo que la ciencia ya refutó la teorÃa de la tabula rasa y la neurociencia estableció los principios de la neuroplasticidad, condición que nos permite cambiar y adaptarnos, transformar nuestras ideas [en continuo aprendizaje]. No obstante, nuestro enfoque respecto a la relevancia de la educación consiste en sostener la abolición de toda educación privada. La educación debe ser absolutamente estatal, es decir, todos aquellos excelentes maestros y profesores que hoy dÃa están cursando en institutos privados, tendrÃan su trabajo en la educación pública. Toda la educación, desde la secundaria, terciario y universidad debe ser absolutamente estatal, de primera calidad. Esto, lo promovemos para un Estado Obrero, y si bien podrÃamos admitirlo para un Estado liberal, no tendrÃa sentido porque implicarÃa una contradicción: el mismo Estado liberal, por serlo, permitirÃa la educación privada. Pero si existiese algún Estado liberal algún dÃa que no admita la educación privada, persistirÃamos en la necedad de un sistema total estatal único de educación, considerando que la formación estatal, por más vicios patrioteros que pueda tener, es siempre mucho más conveniente que los vicios de la educación privada: sus sesgos pro-empresariales y sus vertientes religiosas que atrasan mil años. Dicho esto, lo suponemos en un Estado laico, ya que no tendrÃa sentido una educación pública con contenido religioso. Lo religioso siempre está dado en el sector privado. Una educación pública que oficie como privada no sirve de nada. Todo lo público debe ser laico. La esencia de estos razonamientos se funda en el principio mismo de la existencia religiosa: no existe una sola religión, sino varias, esta multiplicidad habilita sostener, por simple lógica, que cada religión debe permanecer en el fuero privado de la consciencia, porque dada en el sector público de parte del Estado, al haber múltiples religiones, se convierte en una imposición religiosa. La única forma de anular esta posibilidad de imposición es no imponer ninguna, lo que equivale a establecer el carácter laico de un Estado.
Un fundamento adicional para la abolición de la educación privada, sin desarrollar aquel que se basa en el principio de la igualdad social de oportunidades al punto tal que toda educación sea de acceso gratuito garantizado por el Estado Obrero, es la cuestión de clase. La educación privada aumenta la brecha de clase ya que quienes pueden pagar, acceden a una educación privada y, quienes no, a una pública. Aboliendo la educación privada no sólo obligamos a la civilidad a relacionarse entre sÃ, entre pares de una misma nación, sino que además rompemos con la herencia moral y cultural que la educación privada le impone a su alumnado, en tanto herencia de clase. Sin educación privada, papi ricachón ya no puede enviar a sus hijes a un colegio privado para ricachones, debe hacerlo en una pública y allà las condiciones sociales se mezclan y al hacerlo, cada cual termina por conocer el mundo que los adultos les evaden. Cada cual rompe su burbuja. Esto ayuda, sin duda alguna, a conocer crÃticamente el mundo. Y la pregunta principal comenzará a surgir: ¿por qué algunos tienen todo, y otros nada?
IV. Jean-Jacques Rousseau
Aquà sólo plantearemos la insistencia por la educación pública total mencionada hacia el final del punto anterior. Ya que Rousseau también insistÃa en la necesidad de la educación, especialmente temprana, para evitar la corrupción del ser humano en las manos sucias de la sociedad y su cultura corrupta. Nos, podemos estar de acuerdo en esto en tanto entendamos a la suciedad de la sociedad como su alienación, no a la sociedad en sà ni a la sociedad moderna en sà misma, y podemos también acordar en la existencia de una cultura corrupta, por decirlo en nuestros términos, no porque la cultura emerja de la sociedad moderna, sino porque emerge del capitalismo, cuya intrÃnseca corrupción se traslada necesariamente a su cultura. Por consiguiente, en lugar de aplicar categorÃas morales, usaremos la categorÃa de alienación en sentido marxista. Esta, tiene un estrecho parentesco conceptual con la idea del «bien» dado en la naturaleza humana. Pero no es lo mismo. Si bien una lectura podrÃa ser enunciar que el hombre y la mujer, sin estar alienados son «buenos», serÃa un error porque inclusive en esta sociedad capitalista existen, si bien no las personas «buenas» porque lo ideales no existen, pero si las acciones de bondad. Si, en cambio, la acción define al ser, un ser cuyo dinamismo es evidente según las acciones que decida tomar en su vida, podrÃamos decir que de una «buena» acción se deduce la condición de ser «bueno». Un alienado, por tanto, puede realizar acciones «buenas». Ejemplos sobran en la cotidianeidad. Entonces, no podemos decir que sin la condición alienada recién se llega a «bueno». Esto significa que tampoco serÃa acertado afirmar que toda persona nace «buena». Mejor dicho, es: nacemos. El verbo sin el adjetivo significa que somos, y en tanto seamos, nuestra educación y nuestras acciones nos irán permitiendo devenir, llegar a ser, o, mejor dicho, a continuar siendo. ¿Por qué no resumir esta condición base de existencia en su equivalencia moral: el bien? Se podrÃa, pero serÃa incorrecto, porque la biologÃa y la quÃmica, ciencia moderna y sus estudios sobre genética y epigenética nos permiten dilucidar la existencia de una relativa naturaleza humana repleta de factores que podrÃamos considerar buenos y malos, como, por ejemplo, predisposiciones a la empatÃa o al egoÃsmo, etc. La educación, y de ahà su importancia, nos permitirá ir «alimentando» unas predisposiciones en lugar de otras.
En lÃnea con Rousseau, pero partiendo de su siguiente premisa para llegar a conclusiones diferentes: «la auténtica libertad es la austeridad», diremos que al estar ambos en contra de la ambición burguesa, diferirÃamos en matices. Si bien la ambición burguesa refleja una condición de esclavitud, prácticamente de caracterÃstica ontológica, añadiremos que la caracterÃstica tiene sus orÃgenes en las condiciones materiales que se desprenden de una cultura y sistema polÃtico-económico basado en el saqueo a los pueblos y en la imposición de la desigualdad social en los mismos luego de expropiarles las tierras a la clase trabajadora-campesina de su territorio conquistado.
A partir de la barbarie de la civilización impuesta por las clases opresoras, en la historia de la lucha de clases, el relativo progreso de la humanidad ha formado degeneraciones sociales en la burguesÃa directamente proporcionales a los niveles de pobreza y hambre que ésta ha engendrado a su paso. De ahà las expresiones de la opulencia burguesa, la vulgaridad del lujo, la ridÃcula ostentación y la exhibición obscena de las riquezas apropiadas de las naciones a costa de la explotación de la clase obrera toda. En otras palabras, la burguesÃa ostenta y ambiciona lujos porque puede, y puede porque explotó a otros para poder. Esto no quiere decir que para poder llegar a una sociedad de lujo haya que explotar a otros, sin embargo, es necesario dominar a un reducida pero ostentosa otredad: el despreciablemente célebre 1% de la clase capitalista más rica y, en general, a la clase burguesa que, en calidad de empresariado patronal, explota la fuerza de trabajo de nuestra clase. Esta dominación aludida, de parte de nosotres en el poder, constituye, nada más y nada menos que nuestra pronta aspiración: la dictadura del proletariado.
Por otro lado, donde también podemos encontrar puntos de contacto y en común con Rousseau es en lo que respecta a nuestra oposición a la conceptualización individualista de la libertad. La libertad, a secas, es un significante vacÃo que, por esa misma razón y en su vaguedad implica entenderse absoluta. Sin embargo, la libertad absoluta no existe. En este punto es necesario discutir contra Hobbes, quien consideraba al temor y a la necesidad coherentes con la libertad, reduciendo a ésta a su relación con el movimiento. Sin adentrarnos en este punto, mencionando solamente que no puede ser libre quien actúa bajo las condiciones del temor y la necesidad, ya que su voluntad, necesaria para dicha libertad, está condicionada, esto es, encadenada. Esto aplica para todo ejemplo cotidiano de cualquier época que pueda pensarse, desde la civilización moderna hasta el «estado de naturaleza» donde, aún por imposición natural y biológica, estamos sometidos a necesidades. Todo esto, inevitablemente, relativiza el concepto de libertad. Por consiguiente, en términos antropológicos no tiene sentido hablar de libertad individual, sino de libertad social. Si quisiéramos apelar al individuo, validamos el siguiente concepto: libertad individual relativa.
En Rousseau, nuestro punto de contacto es la libertad del pueblo ciudadano. En nuestros términos, dirÃamos, del pueblo obrero. Porque la categorÃa polÃtica de «pueblo» implica un conjunto general, y en tanto generalización, debemos enfocarnos en las mayorÃas populares, el pueblo que, en su conjunto, es obrero.
Al enunciar que «[sólo] es libre quien obedece la ley que él mismo se ha dado», se establece una relación polÃtica entre el ciudadano [obrero] y el poder constituido institucionalmente a través de la figura del Estado. Aquà también, como se ve, se constituye un punto de contacto con la idea de posibilidad de tumbar a un gobierno, de Locke. Estas dos ideas se tocan en lo que respecta a una cuestión fundamental: el poder popular.
V. Adam Smith
AquÃ, antes que nada, debemos reafirmar: el capitalismo humanizado no existe, del mismo modo que, en una novela cuyo episodio se caracteriza por el género del terror, no se puede humanizar al monstruo.
Es menester aquà demoler las ideas burguesas de propósito, rol y dignidad que la clase capitalista le inculcó a la clase proletaria. Estas ideas burguesas surgieron como consecuencia de la pérdida de sentido de parte del proletario en un mundo moderno recién industrializado, pérdida a causa de la especificación de labor. El trabajo especializado quebrantó los oficios, lo dividió de tal modo que cada cual realiza una parte insignificante del trabajo, pero cuya significación se completa cuando la resultante de trabajos insignificantes generan sus bienes y servicios. La pequeñez del proletario, mejor dicho, su sensación, ante la enorme maquinaria industrial de mercado, terminó por desmoralizarlo a tal punto que su vida fue perdiendo sentido, reemplazando dicho sentido por el trabajo asalariado, el trabajo industrial dividido. He aquÃ, también, una génesis crucial de la alienación.
El propósito, es decir, el sentido, se encarga de los mitos nacionales, en cierta instancia, donde se construye la farsa del «bien» del paÃs, cuando, en realidad, dentro del significante «paÃs» se esconde la lucha de clases y quienes verdaderamente se benefician de la riqueza del trabajo asalariado: los capitalistas. Esto podrÃamos llamarlo el mito objetivo. También hay, entonces, un mito subjetivo. Este consiste en prefabricar propósitos para el proletario cuyo núcleo ideológico apunten contra su sensibilidad. Uno de estos mitos subjetivos es inculcar el falso sentido de necesidad: que los proletarios necesitan de los patrones y, al mismo tiempo, que necesitan trabajar asalariadamente, lo cual les hacen creer que implica la dependencia del patrón, ya que, según las patronales, ellos «dan» trabajo, cuando en realidad es el proletario quien le da trabajo al patrón, trabajo que el patrón luego podrá explotar para extraerle plusvalÃa. El proletario se ve obligado a darle trabajo, porque de lo contrario, en este mundo conformado desde su seno de la injusticia y la apropiación, se muere de hambre, ya que los medios de producción y la tierra están concentrados en manos de la clase capitalista, es decir, los patrones, esto es, los burgueses.
La farsa del rol apela un «sentido común» de jerarquÃas: el rol del patrón es tal, y el del obrero, tal. Esta mitologÃa burguesa funda su sentido en la idea prefabricada de que «las cosas no pueden ser de otro modo», y que, siendo lo que son, no pueden ser de otra manera. Una falsedad lastimosamente inculcada con éxito, hasta el momento. La idea de rol en el proletario encaja con su quehacer en la maquinaria capitalista, en el marco de la división del trabajo, ya que su puesto, su especificación, equivale a un rol, a uno indispensable para el funcionamiento de la máquina naturalizada por la burguesÃa, sin embargo, maquinaria de la cual el proletario organizado podrÃa hacerse del control.
La dignidad, un idealismo burgués en relación al trabajo asalariado, conforma parte de un mito subjetivo adicional. Se fundamenta en la idea falsa de que «el trabajo dignifica», una máxima del capitalismo liberal que, sin embargo, fue la misma utilizada por los nazis como lema al tristemente célebre campo de exterminio Auschwitz. La trampa burguesa aquà yace en la máxima cliché, en la palabra «trabajo» que, simplificada, omite a qué trabajo refiere: al trabajo asalariado, es decir, a la explotación. Porque el trabajo a priori, como juntar los frutos de tu propia parcela para comer, podrÃa decirse, aunque forzadamente, que «dignifica», porque el hombre y la mujer al subsistir de su propia fuerza de trabajo para sà y de por sÃ, los hace dignos, pero con un detalle no menor: sin intermediarios que le roben parte de su riqueza generada, lo que en el trabajo asalariado se hace mediante la extracción de plusvalor al obrero de parte del capitalista. Entonces, estamos en condiciones de decir que el trabajo asalariado no dignifica. La máxima ha sido desvelada, y una vez expuesta, refutada. No se puede ser digno en la explotación, lo cual su contrario equivaldrÃa a decir que los esclavos con grilletes en sus pies eran dignos por construir las pirámides de Egipto o el Coliseo Romano. En realidad, pues, no eran dignos, eran esclavos.
VI. Henry David Thoreau
En principio, cabe aquà señalar al paso la influencia que habrÃa ejercido Emerson y su doctrina trascendentalista, la cual se basa en la primacÃa perceptiva de lo espiritual por sobre lo material. Esto nos puede evocar el principio de Rousseau sobre la «auténtica libertad», concebida por el pensador francés como la «austeridad». Desde nuestra perspectiva podemos abrazar este principio, pero únicamente en tanto principio y a su vez medio para una sociedad plena de goce y ocio, en condiciones saciadas de igualdad social. Esto, claramente, puede darse en una sociedad comunista. No obstante, no podemos abrazar este principio como fin, porque implicarÃa un estancamiento en el progreso de la civilización. Contrariamente, el progreso cientÃfico nos brinda continuas herramientas para hacer de nuestras vidas algo cada vez más soportable. Este principio en tanto medio, puede abrirnos el camino hacia una reflexión que lo indique nodal para solucionar el problema de la alienación. Al menos, el aspecto alienante que pregona la ostentación y la ambición burguesa. Librados de este aspecto burgués, se nos abre el sendero hacia la militancia plena por el socialismo revolucionario [marxismo-leninismo-trotskysta].
Es importante comprender el retiro en el bosque de Thoreau no como un capricho individual, sino como experiencia de experimentación[5] [«to live deep and suck out the marrow of life»]. De este modo, retrató su experiencia en sus escritos. Este fue su aporte, invaluable, para la humanidad. Es necesario destacar este aporte en tanto experimento, porque de lo contrario, estamos en un problema ideológico: si no fuese un experimento y, en su lugar, fuese un modo de vida pregonado, se incurre en la ideologÃa primitivista, cuyo ideal concluirÃa que es lo mejor y más deseable que cada individuo de una sociedad civilizada pase a descivilizarse para pasar a conformar un nuevo tipo de civilización comunal en el bosque. Una especie de retroceso transicional entre un ciudadano de ciudad hacia un ciudadano de campo, o el retroceso del proletario hacia una condición de campesino. A partir de aquÃ, las formas de gobierno que se estimen podrán oscilar desde una utopÃa liberal donde prima la ley de la selva, como en el capitalismo empero literalmente en la selva [el «estado de naturaleza»], hasta algún tipo de anarquÃa organizada o socialismo agrario. Como establecieron Marx y Engels en el apartado de «literatura socialista» en el Manifiesto Comunista, estos retrocesos implican en sà mismo una condición reaccionaria. Esto no es más que la reacción no sólo hacia el progreso, sino hacia la condición presente. Para nada podemos estar de acuerdo con esto.
Tampoco, dicho lo anterior, podemos estar de acuerdo en su desconfianza por el progreso tecnológico, inclusive como «distracción», ya que el pueblo obrero, sometido a la esclavitud asalariada de la economÃa liberal, tiene derecho a la distracción, esto es, al ocio. PodrÃamos coincidir si esta «distracción» conforme no una parte de la vida sino el todo, de modo tal que consuma de un modo depredador la necesidad de la militancia revolucionaria para cambiar el mundo.
Un principio aceptable, aunque sea en sus términos de argumentación de base, es la desobediencia civil. ¿Por qué decimos «de base»? Porque su argumentación sirve incluso para el dÃa de hoy, pero no puede estar concluido, porque los regÃmenes capitalistas, con su naturaleza polÃtica fascista, tienden a reprimir salvajemente las manifestaciones populares, e inclusive pueden cometer atrocidades, genocidios, contra pueblos enteramente levantados. ¿Se puede responder siempre de un modo pacÃfico ante la violencia de la polÃtica liberal-burguesa? Claramente, no. Este hueco dejado por Thoreau lo cubre el marxismo. El pueblo obrero tiene derecho a la violencia polÃtica cuando las cúspides del poder burgués atentan fÃsicamente contra él. En esta instancia, la desobediencia civil ya no debe ser pacÃfica, sino violenta. Esto constituye nuestro derecho inalienable a la legÃtima defensa popular.
En definitiva, servir a nuestra propia mente y consciencia, debe en nosotres implicar servir a la mente popular y a la consciencia colectiva, porque cada uno de nosotres es a su vez un conjunto social en el cual ninguno, por separado, tiene valor. Nuestro valor se conforma colectivamente, del mismo modo nuestra humanidad.
VII. John Ruskin
Aquà diremos que la concepción de Ruskin en teorÃa polÃtica es, también en principio, como alguna de las mencionadas recientemente en el punto precedente, acertadas. Ella consiste en la relación entre belleza y polÃtica. Buscar la belleza, sin duda alguna y por más subjetiva que pueda resultar en término, implica necesariamente hacer un mundo bello y, para ello, intervenirlo polÃtica y económicamente para tal fin. Entre la concepción de Ruskin y nuestra aspiración hacia un sistema comunista internacional no hay, en principio, ninguna contradicción. El comunismo será bello, o no será. La cuestión es metodológica.
Algo relevante es, en torno a la educación, la necesidad de proletarizar al estudiantado. Esto significa incluir en el programa de estudios manualidades propias del proletariado, por ejemplo, revocar una pared o arreglar una ruta, etc. No sólo es necesario y saludable para la vida ciudadana obrera saber utilizar la pluma, sino también el cemento.
VIII. William Morris
El entusiasmo por la idea medieval del oficio artesanal nos resulta interesante, en tanto no conforme un ideal totalizador, lo cual atentarÃa contra la clase proletaria y su aspiración a un mundo pleno de progreso obrero y equitativo. La idea es interesante en tanto parte del gran abanico de labores de nuestra clase. Especialmente, y esto debe resaltarse, cuando el trabajo es autogestionado. Porque, de lo contrario, surge una contradicción entre placer y explotación. Ya que el oficio artesanal desarrolla en el trabajador una sensibilidad y una habilidad que le habilita disfrutar de su labor, en tanto no rinda cuentas a la patronal y disponga a su vez de su tiempo, sin amo ni patrón. Esta sensibilidad, en el trabajo asalariado, queda reducida a nada a causa de la imposición dictatorial del régimen liberal; inclusive si se realizara un oficio artesanal bajo el manto del empresariado parásito, ya que este le consumirÃa al obrero no sólo su tiempo de vida, sino también su plusvalor.
Una idea con la que nos es inevitable acordar, es con la idea de compra no bajo la lógica del consumismo, signado por la esclavitud mediocre de la moda, sino bajo la lógica de la inversión. El sentido usado aquà de «inversión» tampoco es el usual, en el cual se pretende de la inversión obtener una ganancia monetaria, por ejemplo, con una venta a futura. Al contrario, el sentido aquà usado significa la obtención de un producto de calidad y a su vez duradero, cuya adquisición esté signada por nuestro auténtico gusto. De todos modos, como se habrá intuido, hay en esta concepción una ganancia monetaria indirecta, ya que al comprar algo de una vez que dure mucho tiempo, nos ahora el gasto de dinero en ese mismo objeto que, siendo barato y obsolescente, gastarÃamos cada tanto, una y otra vez. A esto lo podrÃamos llamar virtud de consumo, en contraposición del defecto de consumo que rige la cultura consumista, heredera bastarda del capitalismo económico. Esto también se encuentra en correspondencia con la idea rousseauniana de la austeridad como libertad auténtica.
En lo que, evidentemente, no podrÃamos acordar jamás con Morris es en su idea que entendemos como de reformismo utópico para el funcionamiento de una «buena» economÃa: la educación del consumidor. Es infantil sostener que inculcándole al pueblo obrero un consumo moderado donde estén dispuestos a pagar altos precios por productos de primera calidad, llevarÃa al mismo pueblo obrero hacia la dicha en sus respectivos puestos de trabajo. Esto no explica para nada la existencia de la explotación en la jornada de trabajo asalariado impuesta por la clase patronal, la cual se harÃa más rica a costa de la explotación de la clase trabajadora, lo cual implica menos dicha, no más. El trabajo asalariado no puede ser nunca honorable, pretender que lo sea es como pretender que hay honor alguno en ser vÃctima de un robo.
IX. John Maynard Keynes
Las medidas keynesianas, propias del liberalismo moderno, responden a la lógica de la tercera posición, algo que podemos denominar: fascismo económico. Su oposición al libremercadismo fanático, y a la concepción comunista de la economÃa, lo ubicó en un punto medio cuyo equilibrio teórico no es más que una apariencia. Aquà recurriremos a una cita de Mario Roberto Santucho, quien supo acertar del siguiente modo: «no hay tercera posición entre explotados y explotadores». Nada más cierto, o se está con unos, o se está con otros. Sólo pueden ignorar esta disyuntiva polÃtica quienes, a su vez, ignoran la existencia histórica, constantemente actualizada, de la lucha de clases.
Los ataques que recibió de parte del neoliberalismo (el parasitismo intelectualoide de la Escuela [pseudocientÃfica] AustrÃaca) se debieron por la propensión hacia el desenfreno de la ideologÃa libremercadista, y en oposición a esta crÃtica liberfascista, abrazon al keynesianismo las corrientes reformistas pequeñoburguesas y burguesas en el marco de la socialdemocracia. Gobierno de derecha, indudablemente, pero para los liberfascistas, que están más corridos aún a la derecha, llegando a conformar la ultraderecha, aquél era catalogado como «izquierda». Nada más alejado de la realidad. No obstante, cabe aclarar que entendemos a la derecha aquà en término amplio, del mismo modo a la izquierda, de modo que de un lado están todos aquellos que de algún modo concuerdan con el sistema capitalista (en su modo brutal o en posibilidad ficticia de su «humanización») mientras que entendemos a la izquierda como toda postura que sea, a priori, anticapitalista y busque la emancipación de la clase proletaria, siendo esta en tanto sujeto polÃtico quien ejerza y administre el poder del Estado de transición hacia el socialismo.
Si, por tanto, podemos caracterizar la economÃa liberal keynesiana (nótese que no señalamos, en este sentido, su aspecto social) como fascista, caracterizamos a la economÃa neoliberal (de la Escuela AustrÃaca o de Chicago) como neofascista. Nótese que los términos se corresponden. En cuanto a su aspecto social, el keynesianismo dista de las polÃticas fascistas, lo cual no significa que un gobierno keynesiano esté exento de utilizarlas, algo que a menudo sucede cuando reprimen a huelgas obreras o levantamientos populares. El aspecto social del keynesianismo es simplemente liberal, mientras que el aspecto social del neoliberalismo es liberfascista.
X. Friedrich Hayek
Este intelectual reaccionario en materia de economÃa polÃtica, al notar el desastre del liberalismo, se planteó reformular conceptos bases del mismo, lo cual lo constituye en la corriente neoliberal.
Uno de esos conceptos bases de su ideologÃa reaccionaria fue la «libertad», reformulándola de un modo sofista a tal punto de desidentificarla de la idea de democracia. Un punto de partida que se corresponde con el aspecto social del neoliberalismo: el liberfascismo. Esto, de hecho, fue lo que le permitió reivindicar las polÃticas económicas de la dictadura genocida de Pinochet en Chile en sus cartas con otra represora inglesa, conocida por su brutalidad como la Dama de Hierro.
La «libertad», término a secas y, por tanto, vago, para este reaccionario sólo era, y se basaba en, la «polÃtica que deliberadamente adopta la competencia, los mercados y los precios como sus principales ordenantes»[6]. Este pensamiento, préstese atención, es usual en la retórica liberfacha, ya que reducen el concepto vago de «libertad» a una generalización totalitaria de lo que la «libertad» supuestamente «es» y «debe ser»: una reducción falaz a una concepción meramente económica. Esta concepción economicista de la «libertad» planteada como la única concepción posible, resulta en una teorÃa totalitaria del neoliberalismo talibán, es decir, del aspecto más fanatizado del neoliberalismo mackarto (sÃ: el mackartismo es también un aspecto intrÃnseco de la doctrina neoliberal).
Para estos reaccionarios es el mercado el que garantiza la «libertad» individual, idea que conlleva en sà una predisposición a la enajenación, ya que de ella se infiere la identificación del pueblo obrero con la clase capitalista que domina el mercado, siendo que esta idea reaccionaria propone lo siguiente, entre lÃneas: si le va bien al patrón, le va bien al obrero. Una farsa que, a su vez, terminó implicando la equivocada teorÃa de la Doctrina del Shock, propia del neoliberalismo reaccionario de la Escuela de Chicago[7].
Estos talibanes del mercadismo a su vez señalaban que toda intervención estatal violenta ese concepto de «libertad» que ellos mismos inventaron. Esto es un ejercicio tÃpico del sofismo. Matemáticamente equivaldrÃa a decir que 1+2=4, ya que 1=2. Es decir, si 2 sigue siendo 2 y 1 no existe ya que pasó a ser redefinido como 2, entonces asÃ, forzando los números en tanto metáfora aquà de conceptos, fácil es decir que dicha operación resulta en 4.
Mientras que el liberal Keynes centraba la cuestión en la demanda, el neoliberal Hayek hacÃa lo propio en la oferta. Como se ve, oferta y demanda es un punto en común con el liberalismo básico, lo cual significa que, a fin de cuentas, los extremos entre Keynes y Hayek se tocan.
XI. John Rawls
El gran aporte de Rawls consiste en dejar formulado un experimento mental en materÃa de teorÃa polÃtica para entender la existencia de injusticia socio-económica en todo mundo presente, denominado: the veil of ignorance (el velo de la ignorancia).
Si bien esto no resuelve el problema ni lo analiza cientÃficamente como lo hace la ciencia marxista, nos ayuda a identificarlo de modo fehaciente a través de la experiencia directa, primera evidencia objetiva de la injusticia del mundo moderno (capitalista).
Este ejercicio de empatÃa polÃtica resulta en un valioso aporte para ayudar a desentrañar la alienación, siendo asà una parte activa y necesaria del quehacer polÃtico militante del movimiento comunista internacional.
________________________________ [1] «He that complaineth of injury from his Sovereign, complaineth of that thereof he is the author himselfe; and therefore ought not to accuse any man but himselfe». [2] «coercing religious uniformity leads to far more social disorder than allowing diversity». [3] E. g. el descubrimiento en masa de la extracción de la plusvalÃa de parte de la clase burguesa a la clase proletaria, es decir, el darse cuenta del pueblo proletario del robo que le ejercen los capitalistas para acumular capital y ganancia a costa de la explotación del trabajo asalariado. [4] Nota aclaratoria: no se confunda la apelación psicológica con la causa subjetiva, lo que serÃa un problema individual. Nuestra perspectiva no enuncia aquello desde la ideologÃa individualista, sino colectivista. El problema psicológico, por tanto, no es subjetivo sino objetivo, al menos, ante todo y en primera instancia. El problema es el capitalismo. El sistema socio-económico del Estado yanqui, corazón del sistema capitalista internacional, corrompe la salud mental de su pueblo a niveles lamentables. [5] «I went to the woods because I wished to live deliberately, to front only the essential facts of life. And see if I could not learn what it had to teach and not, when I came to die, discover that I had not lived». [6] «A policy which deliberately adopts competition, markets and prices as its ordering principles». [7] Chicagoboys, cuyo máximo exponente fue el delirante de Milton Friedman, quien también ofició como asesor del dictador Pinochet.